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Queridos hermanos y hermanas de Sudamérica:
Les escribo como ciudadana del Imperio, que, como ustedes,
está tratando de sobrevivir en un mundo que no hemos hecho nosotros,
que no es como nos gustaría. Yo, y muchas/os como yo en EEUU, nos
sentimos a nosotras/os mismas/as como extraños en una tierra extranjera.
Soy una entre muchos estadounidenses, cuyo corazón transciende
las fronteras nacionales de EEUU, y cuya alma ve a Dios trabajando en
todas partes, en cada persona, en idiomas y liturgias distintas de la
mía.
Soy una de aquellas cuya mente siente vértigo a la vista de un
planeta que se ha hecho obscenamente rico para algunos y pecaminosamente
pobre para otros. Me estremezco ante el pensamiento de segmentos enteros
del planeta que son engullidos por la avaricia de las corporaciones internacionales
ayudadas y consentidas por el poder de los gobiernos que están
tras ellas. Me adhiero a un grupo y otro que se baten por detener el tanque
de EEUU y vivo con la frustración de nuestro fracaso.
Sufro por aquellas personas de mi país para quienes incluso su
mismo sustento está siendo inmisericordemente esquilmado para que
las corporaciones de EEUU puedan hacer lucros de forma obscena, puedan
acumular beneficios sisándolos de los bolsillos de la gente que
ha trabajado duro toda su vida sólo para ser abandonada al final
por su propia gente.
Sobre todo, lloro por el hecho de que tanta buena gente aquí, en
el país de los bienintencionados pero somnolientos gigantes, no
vean nada de esto.
El pueblo de EEUU es bueno, trabajador y generoso, y desde la segunda
guerra mundial ha sido enseñado a definirse a sí mismo mesiánicamente.
A lo que no se nos ha enseñado es a ser autocríticos. Habiendo
denunciado tan rabiosamente la falta de respeto por la humanidad en Alemania,
habiendo bloqueado la absorción de Europa en un imperio germánico,
la pretendida asimilación de Asia en otro imperio japonés,
y habiendo detenido las pretensiones de la Italia fascista en África,
llegamos a considerar nuestros valores como imperturbables en el tiempo.
No llegamos a darnos cuenta de que el poder que derrotamos de entre las
fuerzas del mal en Europa, podría finalmente haber intoxicado el
sentido de nuestra propia identidad colectiva, podría haber confundido
nuestra propia bondad, y habernos cegado, como pueblo, al mal latente
en nuestro propio éxito.
Cuando un pueblo está imbuido por la idea de que es inexpugnablemente
grande y bueno, es impensable la autocrítica. En consecuencia,
lo que suponemos sobre la naturaleza de nuestro sistema puede estar a
años-luz de distancia de la realidad de nuestras vidas.
En EEUU, los norteamericanos dan por supuestos ciertos absolutos incuestionables.
Creen, con la ingenuidad de los niños, que los estadounidenses
nunca han herido ni dañado a nadie a pesar de nuestra historia
de segregación y de expansión territorial hacia el Oeste,
que destruyó las culturas indígenas, violentó sus
tierras y desmoralizó a sus pueblos.
Están seguros en su certeza de que los estadounidenses han hecho
que el mundo sea mejor para todos, a pesar de nuestra historia de explotación
económica de los recursos mundiales, y de la explotación
de la mujer y de los niños, en todo el mundo, en trabajos inferiores
y con salarios de esclavitud.
Están seguros de que la prensa estadounidense es la única
prensa libre del mundo, a pesar del hecho de que costó años
que se nos informara como pueblo de que nuestro gobierno había
mentido para meternos en Vietnam, o que, en el mejor de los casos, el
lanzamiento de la segunda bomba en Nagasaki fue puramente experimental,
y que -como puede saber cualquier persona con sentido común, dado
el fracaso de los inspectores de la ONU en encontrar algo que sea una
amenaza militar de importancia en Irak- una información de diez
años atrás no es información valedera en absoluto.
En el mejor de los casos, es una excusa para hacer lo que ya se ha decidido
hacer, con o sin la información necesaria para justificar semejante
invasión de una nación soberana.
Y ahora se nos dice que la razón por la que el pueblo está
resistiendo nuestra incursión en Irak es porque «ellos»
-sea quien sea el «ellos» de turno- son «diabólicos»,
«bárbaros», y «enemigos de la libertad».
Es una situación triste y lamentable verse en medio de esta situación,
cuando se es ciudadano/a de un país del que se te ha enseñado
que es una de las más auténticas democracias del mundo.
Se nos ha amamantado con respuestas que nada tienen que ver con las cuestiones
reales, ya que muchas de las verdaderas cuestiones están fuera
de este país. Preguntar no es nuestro carisma porque todavía
estamos funcionando con las viejas respuestas.
La verdadera cuestión es: ¿por qué son masas de gente
en todo el mundo las que trabajan para las mismas corporaciones que antes
hicieron ricos a los ciudadanos estadounidenses, pero esas masas aún
están en la miseria. La vieja respuesta que nos hemos dado a nosotros
mismos durante generaciones es que, a diferencia de nosotros y de nuestros
ancestros inmigrantes, ellos no trabajan tanto como nosotros.
No conseguimos darnos cuenta de que incluso en este país las clases
de trabajo que hicieron económicamente estables a nuestros antepasados,
mayoritariamente analfabetos y sin formación -minería, pequeñas
granjas, barrenderos de la calle, construcción de carreteras y
bandas de montaje a gran escala- no existen ya en esta nueva generación.
Las carreteras están hechas, las minas están cerradas, las
granjas han sido convertidas en agro-negocios y las máquinas barren
las calles y lavan los platos -ya no lo hacen las personas-. Incluso las
bandas de ensamblaje han dado paso a las manufacturas mecanizadas. La
tecnología va a crear una subclase permanente, y la respuesta que
damos a los pobres es derribar el sistema del bienestar y decirles que
se las arreglen para encontrar un trabajo en economías que no tienen
nada para ellos.
La pregunta es: ¿por qué la mitad del mundo está
famélica, mientras como nación tenemos el dinero y los medios
para derrotar el hambre de la faz de la tierra? La respuesta que solemos
dar es que EEUU da más dinero en ayuda externa que ninguna otra
nación sobre la tierra.
Sin embargo, de los 22 países del mundo que proporcionan mayor
ayuda, los EEUU ocupa el último puesto en ayuda exterior per cápita
y la mayor parte de esta ayuda es militar, no para la agricultura. Los
ciudadanos de EEUU, sin embargo, se empeñan en creer que ocupamos
el número uno de la lista. Lo cierto es que nosotros todavía
no hemos comenzado a dar lo que la gente realmente necesita ahora.
He aquí la cuestión: ¿Por qué están
siendo devoradas las tierras indígenas en todas partes por las
corporaciones, dejando abandonados a los pobres en toda la tierra, a merced
de su suerte, durmiendo al descampado, sin letrinas, doblados bajo el
calor del sol, recolectando lo que los blancos no recolectarían?
Y en una nación que sin ellos se encontraría sin los servicios
serviles básicos, ¿por qué el gobierno no les da
seguridad médica, protección legal contra los abusos, derechos
civiles? ¿No es ésta una moderna esclavitud? ¿No
es esto un colonialismo económico? Y si esto es así, por
qué el pueblo más libre del mundo no lo ve? La respuesta
que solemos dar es que estas gentes no se han preocupado por desarrollar
sus propios recursos...
Nosotros nos olvidamos de que sólo este país posee, acapara
o consume las dos terceras partes de los recursos del mundo, recursos
que de otra manera podrían ser utilizados para el desarrollo de
las otras naciones.
La cuestión real es: ¿Qué responsabilidad tienen
las élites del mundo hacia los pueblos del mundo de los que dependen
para obtener y acumular sus riquezas? La vieja respuesta huele demasiado
a recurso de un individualismo rabioso: «si los otros pueblos quisieran
hacerse realmente ricos, lo conseguirían», o a eco cansino
de la ética protestante de trabajo: «Dios bendice al bueno»,
o a arrogante seguridad que nos da un equivocado estereotipo de la ignorancia
extranjera.
«Nosotros hemos conseguido -señalé un día en
una conferencia- exportar nuestras industrias, pero parece ser que todavía
no hemos visto el modo de exportar nuestro sistema de salarios, nuestros
planes de pensiones, nuestras vacaciones pagadas, o nuestro seguro médico».
Un negociante presente en la sala se mostró enfurecido por la mera
insinuación de mi crítica a las prácticas comerciales
de EEUU en el mundo. «¿Acaso no viven mejor con el trabajo
que les damos que sin él?», contraatacó. «Déjeme
que le responda claramente -le dije-. ¿Quiere usted decir que viven
mejor con nuestra injusticia que sin ella?». Y su respuesta fue
que nosotros no podemos hacer más porque «salarios más
altos no serían justos para esas gentes en aquella cultura».
Como si casa, vestido y calzado para los niños no fueran propios
de cualquier cultura.
La cuestión es: ¿Cómo puede ser que un país
que sostiene que actúa bajo el imperio de la ley rechace con impunidad
el aceptar la ley internacional, haga de los abusos de los prisioneros
una táctica militar, enseñe la tortura a otras naciones
en la tan pregonada Escuela de las Américas, -rebautizada como
«Instituto de Operaciones de Seguridad del Hemisferio Oeste»
para esterilizar su intento-?. ¿Cómo es posible que desafíe
así a la comunidad internacional rechazando en reconocer el derecho
de un tribunal militar internacional a juzgar también a los estadounidenses
por crímenes de guerra?
La respuesta es que nosotros somos lo suficientemente ricos, lo suficientemente
grandes y lo suficientemente poderosos como para ignorar la ley internacional.
La respuesta es que nosotros decimos que otros pueblos son el «mal».
Nosotros calificamos la resistencia no armada de las naciones pobres como
terrorismo porque va dirigida contra la población civil. Sin embargo,
al mismo tiempo, nosotros patrocinamos el terrorismo de Estado -con todo
su «impacto e intimidación»- que al mismo tiempo que
mata a civiles, daña infraestructuras, gobierno y la cultura de
un pueblo por generaciones y generaciones.
Debemos dejar de fomentar el odio de los guerrilleros del pueblo, y comenzar
a preguntarnos a nosotros mismos el por qué los niños bailaron
en las calles de Pakistán cuando cayeron las torres gemelas de
Nueva York.
Debemos construir un mundo basado en la igualdad, no en nuestras nuevas
Legiones Extranjeras.
Debemos construir un mundo tal donde la frustración no sea excusa
para el terrorismo.
Tenemos que comenzar admitiendo que aunque el terrorismo no tiene justificación,
muy a menudo tiene una seria explicación. Guerra justa sólo
puede darse entre naciones de igual poder. El terrorismo es lo que se
nos viene encima cuando el poderoso descarga su crasa y continua injusticia
sobre el débil.
Por encima de todo, debemos recordar que de las 24 naciones bombardeadas
por EEUU después de 1946, ninguna de ellas ha desarrollado o mantenido
un sistema democrático como resultado del bombardeo. Estamos en
un planeta lleno de diferencias, una santa Torre de Babel planeada por
Dios para ser conciencia y compañía, apoyo y signo de verdad
para cada uno. Sólo el respeto mutuo de estas diferencias podrá
traer paz, traer justicia, traer comunidad internacional. Si existe eso
que se llama «guerra justa», con los armamentos de hoy capaces
de destruir la tierra, sólo podría darse entre naciones
con igual poderío. Entonces, ¿cuál es la respuesta
a dar frente al aumento de este «nuevo imperialismo» y a la
amenaza del «nuevo Imperio»? Las respuesta tienes que ser
tú. Y yo. Los gobiernos están o confabulados o atemorizados.
Los ricos de mi país están manipulando, comprando, presionando
a los ricos de tu país. Por tanto somos tú y yo los que
debemos hacer frente juntos.
Se trata de un imperio al que no le falta corazón. Pero es un imperio
sin perspicacia. La gente nos escuchará si tú y yo les gritamos.
Es un imperio que al que no le falta conciencia. Pero es un imperio sin
información mundial real. Su gente necesita saber lo que se está
haciendo en su nuestro nombre, y lo deben escuchar de nosotros cada día,
de todas las maneras posibles. No debemos tener miedo de hablar. Sólo
debemos tener miedo de convertirnos en aquello que odiamos.
Es un imperio al que no le falta alma. Es un imperio que no tiene la más
mínima idea de que sus ideales, como la libertad personal, la independencia
económica, la tolerancia religiosa... pueden ser santos, pero la
implementación de estas ideas está impulsada de forma narcisista.
El pueblo de EEUU tiene que llegar a entender que lo que es bueno para
nosotros no es necesariamente bueno para el resto del mundo. Lo que queremos
-«frutillas en invierno y calzado barato todo el tiempo»-
no nos pertenece necesariamente a no ser que estemos dispuestos a pagar
a los que nos dan estos productos lo que de hecho es justo. No tenemos
el derecho a tener lo que deseamos a no ser que estemos dispuestos a pagar
lo que los otros se merecen.
Tenemos que unirnos, tu y yo, y resistir, hablar, decir la verdad, compartir
nuestra experiencia, exigir lo que nos es debido. Debemos decir «no»
a este Emperador, por supuesto, pero -aún más importante
que esto- debemos llevar este clamor a la gente de EEUU cuyas propias
vidas están en peligro porque su gobierno tiene por Dios al petróleo,
por santuario al dinero, y por credo la religión civil de EEUU.
Finalmente, tú y yo no nos podemos separar. No debemos permitir
que ellos nos hagan enemigos. Junto con Jesús de Nazaret, debemos
hacer el camino a Jerusalén, desatando con la esperanza a los muertos,
haciendo que los ciegos vean, liberando a las mujeres para que proclamen
la resurrección, sanando a aquellos hombres que han sido paralizados
por el sistema y por tanto «nunca han podido estar erguidos en sus
vidas».
Esta es nuestra «agenda» para 2005. Esta es la única
respuesta al Nuevo Imperialismo: No debemos, bajo ningún pretexto,
y por razón del Evangelio, por razón del mundo, asentir
a saludar a este emperador, a cualquier emperador, cuyo reinado desafíe
el Reino de Dios.
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