Religión y educación

Fernando del Paso

 

La Jornada, 15-19 de marzo, 2002

 

 

 

 

 

 

I.

 

El ángel Gabriel le anunció a María, en Nazaret, que, sin que fuera conocida por varón, esto es, sin perder su virginidad, concebiría, por obra y gracia del Espíritu Santo, a un niño cuyo nombre sería Jesús, Hijo del Altísimo. Cuando Mahoma, el fundador del Islam, tenía tres años de edad, el mismo ángel Gabriel lo recostó en la tierra, abrió su pecho sin causarle dolor, sacó su corazón, lo limpió del pecado original, lo llenó de fe, conocimiento y luz, volvió a colocarlo en su seno, y la piel quedó lisa e intocada. Saturno mutiló con una guadaña de diamantes a su padre, de cuya herida brotó la sangre que fecundó la blanca espuma del mar de la que nació Venus, diosa del amor. Coatlicue, la deidad de las enaguas de serpientes, encontró un día un ovillo de plumas que guardó en su ceñidor y quedó entonces encinta de Huitzilopochtli sin el concurso de varón. Buda fue también concebido por una madre virgen, tras haber ésta soñado que el futuro Gautama entraba a su seno bajo la forma de un elefante blanco y, cuando nació, las aguas del mar perdieron su sabor salobre. Acrisio encerró a su hija Dánae en una torre, para alejarla del amor, pero Júpiter, el dios más poderoso del Olimpo, se transformó en lluvia de oro para fecundarla y engendrar a Perseo. Odín, dios del cielo, de la poesía, las artes mágicas, el trabajo y las fuerzas de la naturaleza tenía como único ojo al sol, por haber sacrificado el otro para obtener un sorbo del agua de la fuente de la Sabiduría. Jesús resucitó a Lázaro y al hijo de la viuda de Naín. Mahoma, montado en la yegua mágica Al-Borak, visitó en vida todos los cielos, en los que se reunió con su padre Adán, con Azrael, el ángel de la muerte, y por último con el patriarca Abraham en el séptimo de los cielos, donde cada habitante tenía 70 mil cabezas: en cada cabeza 70 mil bocas; en cada boca 70 mil lenguas que hablaban, cada una, 70 mil idiomas diferentes, todos ellos dedicados a cantar, sin tregua, desde siempre y para la eternidad, la gloria del Altísimo. Quetzalcóatl viajó al inframundo para reclamarle a Mictlantecuhtli los huesos de los muertos y Orfeo descendió a los infiernos para rescatar a Eurídice. Brahma, nacido de un huevo de oro que flotaba sobre las aguas primordiales, se dedicó a la meditación durante varios miles de años, sentado en una flor de loto, antes de iniciar la creación del mundo. Jesús multiplicó en la montaña los panes y los peces. Mahoma alimentó a un millar de hombres con un cordero asado y un pan de cebada, y con las chispas de las rocas que golpeó con un martillo de hierro, iluminó el palacio imperial de Constantinopla, la residencia real de Persia y todo el reino del Yemen, conocido también como la Arabia Feliz.

 

Lo más bello del hombre -decía el poeta Paul Eluard-, es más bello que el hombre. Más bella, sí, que el ser humano y su miseria física y espiritual, ha sido su prodigiosa capacidad para crear cosmogonías, leyendas, mitos, dioses y demonios, paraísos e infiernos que no son sino el espejo de los mecanismos de un alma que se debate entre los contrarios: la vida y la muerte, el todo y el nada, el odio y el amor, el día y la noche, el instante y la eternidad. Y toda esta creación, con los siglos, ha adquirido las dimensiones de un universo propio: el de una imaginación colectiva portentosa, cuyo conocimiento debería formar parte de la educación de todo ser humano.

 

La polémica sobre la educación religiosa es, en nuestro país, incipiente y antigua a la vez. No hace mucho tiempo que manifesté, en una carta publicada en este mismo diario, La Jornada, mi opinión al respecto. Rescato hoy el tema, a propósito de las recientes declaraciones del cardenal Norberto Rivera, quien, al hablar de la educación laica, expresó que ésta provoca que los valores pierdan consistencia y se relativicen, y que a causa de ello desaparezca "la visión unitaria del hombre". Estoy, en parte, de acuerdo con el señor Rivera, y es por eso que, en mi opinión -reitero: ya expresada-, es necesario enseñar, sí, desde la primaria y hasta la secundaria, la historia de las religiones y del pensamiento religioso a través de la historia. En este siglo, en este milenio, en este mundo donde todo -para bien y para mal- se globaliza a la velocidad de la luz y a la velocidad de la sombra, pocas cosas podrán proporcionarnos una visión unitaria del hombre de todas las edades y todas las razas, nacionalidades, religiones y lenguas, que un estudio como el que propongo, el cual, desde luego, no contradice en lo más mínimo el concepto de una educación laica.

 

Retomo el tema, decía, y me propongo esbozarlo a continuación. Se trata sólo de un esquema, sencillo pero muy ambicioso, que, confieso, creo que está más cerca de la Utopía que de la realidad. Al escribir este texto, sentí que araba en el mar. Al leerlo en voz alta, que predico en el desierto. Pero asumí esta tarea con júbilo, como un compromiso moral.

 

Si vamos a preparar a los alumnos en estos temas, tendremos que preparar primero a los maestros y elaborar libros de texto consecuentes que podrían ser seleccionados mediante concursos. La relación de las principales maravillas y milagros atribuidos a las diversas deidades y sus profetas tendrían que figurar en los primeros años, narrados como si fueran cuentos de hadas, narraciones fantásticas -que al cabo eso son-, de modo que no haya ningún niño que no haya oído hablar de cómo las murallas de Jericó se derrumbaron al son de las trompetas, cómo Prometeo se robó del Olimpo el fuego sagrado para dárselo a los hombres, cómo Viracocha, hijo del sol y hermano de Mancocapac, se apareció a los incas en forma de fantasma para anunciar la llegada de los conquistadores y cómo, en fin, Tezcatlipoca, el dios invisible sembrador de discordias, nunca se cansaba de viajar entre el cielo, la tierra y el infierno.

 

Ante la imposibilidad de estudiar la historia de todas las creencias, se debe elegir, para el programa, las principales religiones y mitologías. Yo propondría, entre estas últimas, la egipcia y la griega, la hindú, la escandinava, y de nuestro continente la náhuatl, la maya, la huichola tal vez, y la inca. Y entre las primeras, el hinduismo procedente del brahmanismo, el sikhismo, el budismo y el lamaísmo, el confucianismo y las tres grandes religiones monoteístas: el cristianismo, el judaísmo y el islamismo, con sus numerosas ramificaciones. Y en particular sus orígenes en gran parte comunes, y sus vínculos. Como sabemos, el Antiguo Testamento, en el que prevalece un Jehová irascible, colérico y vengativo, está compartido por judíos y cristianos. En parte, también, por el Islam, cuya teología y ciertas de sus tradiciones se basan en el Pentateuco, o sea, en los primeros cinco libros de la Biblia: Génesis, Exodo, Levítico, Números y Deuteronomio, atribuidos a Moisés. Por lo mismo, los mahometanos -además de observar el rito de la circuncisión cuando los varones cumplen cinco o seis años- comparten con los judíos la prohibición de comer animales considerados como inmundos, el puerco en particular, así como la forma de sacrificarlos, normas todas estipuladas en el Levítico.

 

Son éstos los libros sagrados de las diversas religiones, los que más útiles nos serán para iniciarnos en su conocimiento, así sea somero, acercándose a ellos en una primera etapa como libros de cuentos, para hacerlo más tarde, en una etapa superior, objeto de análisis comparativos. Entre estos libros podríamos mencionar: los Himnos Védicos y el Upanishad hindúes; el Dhammapada budista; el Zend Avesta persa, el Popol-Vuh quiché. Quizás un vistazo al Zohar como una de las expresiones de la cábala o sistema teosófico judío medieval, y a los libros sobre teosofía y espiritismo de madame Blavastky y Allan Kardec, la Guía de los perplejos del gran teólogo judío Maimónides, y el Talmud de los hebreos, código fundamental del derecho judío. Y desde luego, el Corán y la Biblia. No tendrán los alumnos, por supuesto, que leer estos voluminosos escritos. Bastará, las más de las veces, señalar algunos hechos notables. Por ejemplo, que el Corán, además de Moisés, y de Adán y Eva, comparte con judíos y cristianos otros profetas y varios ángeles, entre ellos el ya mencionado Gabriel; que en el texto árabe se niega que Jesús -llamado Isa- haya sido hijo de Dios, pero se le reverencia también como el profeta más grande después de Mahoma y, cosa extraordinaria, se dice que su madre, María o Maryem, lo concibió, virgen, cuando el ángel Gabriel sopló en su seno. Los mahometanos comparten también, con los católicos, el perdón de los pecados, salvo el de idolatría. La Biblia es, por otra parte, uno de los libros, o conjuntos de libros, más maravillosos que se han escrito en todos los tiempos. Me duele pensar que los jóvenes crezcan en la ignorancia de, por ejemplo, los Salmos de David, o el Cantar de los Cantares de Salomón, el Eclesiastés o el Apocalipsis. Sería recomendable, pienso, una comparación del contenido de la Biblia protestante y la católica: una, la de Casiodoro de Reina, la otra, la de Nácar y Colunga. Y una referencia a los Evangelios Apócrifos -así llamados porque la Iglesia los considera falsos: entre ellos el Protoevangelio de Santiago, el Evangelio Armenio de la Infancia y la Historia Copta de José el Carpintero-, que después de todo son los que contienen, como lo señala el ensayista español Juan G. Atienza en su libro Nuestra Señora de Lucifer, algunas de las leyendas cristianas vigentes más importantes, que nunca figuraron en los textos aprobados por la Iglesia católica, en particular en los Cuatro Evangelios o Tetramorphos, tales como los nombres nunca mencionados en la Biblia católica de los reyes magos Melchor, Gaspar y Baltasar; así como la historia de Longinos, el que atravesó con su lanza el costado de Jesús; la de la Verónica, que le enjugó el sudor y la sangre a Jesús camino del Gólgotha con un lienzo en el que quedó impreso el rostro del Salvador; los nombres de Dimas y Gestas, la presentación de María en el templo o el nacimiento de Jesús entre un buey y un asno. De particular interés, en mi opinión, sería un resumen del libro de Los Evangelios del teólogo y filósofo alemán David Federico Strauss. Temas de reflexión podrían ser por qué, si los reyes magos representaban las tres partes que se pensaba tenía el mundo: Europa, Africa y Asia, faltó el rey de otro continente cuya existencia sí era conocida por los cielos, América, y por qué en ésta se hallaron -esto se lo preguntaba asombrado el cronista de Indias, padre Acosta- animales como la llama, la nutria o el tepezcuintle, que nunca habían tenido oportunidad de subirse al Arca de Noé.

 

De una antología de fragmentos de estos libros, de la cuidadosa y sabia condensación de su meollo, y de la enseñanza de las principales características de las grandes religiones, de la bondad y el amor en ellas manifiestos, de su creencia o no en la vida eterna o en una integración panteísta del alma al universo, de su afirmación en la transmutación o la encarnación de las almas, de su tolerancia o intolerancia hacia otras religiones, de su ecumenismo y de la forma en la cual sus teorías y sus prédicas se han aplicado en la vida cotidiana a lo largo de la historia, de sus triunfos y sus fracasos, sus aciertos y sus errores, de su puritanismo o su apertura, su moderación o su fanatismo, podremos obtener un más que interesante, maravilloso panorama del pensamiento religioso del hombre sobre la tierra. Lo que equivale a decir un panorama de una parte -la más importante, quizá, las más resplandeciente- de su imaginación.

 

 

 

 

II. Dios, infierno y paraíso

 

Ante la imposibilidad de conocer todos los atributos que se han asignado a Dios como el Ser Absoluto y Primordial en todas las mitologías y religiones que desembocaron en el monoteísmo y que le dieron Brahma a los hindúes, Atón a los egipcios, Yahvé o Jehová a los judíos y Alá a los musulmanes, conviene limitarnos al Dios de los cristianos y, sin la menor pretensión de enredar a los alumnos en argumentos teológicos, darles a conocer por lo menos los cuatro grandes argumentos de la existencia de Dios de la teología occidental cristiana: el Ontológico, atribuido a San Anselmo; el Cosmológico derivado de Aristóteles y Santo Tomás; el Teleológico y, finalmente, el argumento moral de Kant. Sería, pienso, indispensable examinar las raíces maniqueas del cristianismo en la medida en que se basa en el doble principio de la Luz y las Tinieblas, y la consiguiente lucha eterna entre el bien y el mal. La idea de un infierno y un paraíso está estrecha e indisolublemente vinculada a este principio. La historia del infierno es muy antigua: los griegos concibieron el hades, y los judíos el gehenna; en el Apocalipsis de San Juan el infierno es un lago de azufre y fuego, y tanto hindúes como budistas, zoroastrianos y musulmanes, se imaginaron un lugar de terribles, inenarrables torturas para los malvados, si bien en muchos casos, estos lugares parecen ser más bien purgatorios temporales, lo que no ocurre en el cristianismo, a cuyos pensadores, al menos durante siglos, no les repugnó la idea de la existencia de un castigo eterno.

 

Cielos ha habido, hay muchos, además de los paraísos terrestres que ha inventado la fantasía, desde el Jardín del Edén y el País de Jauja a El Dorado de los omaguas, pasando por las islas maravillosas de la mitología germánica, donde corrían ríos de leche y miel y, no faltaba más, también de cerveza. La historia del cielo, de Colleen McDanell y Bernhard Lang, constituye una preciosa fuente de conocimiento de las diversas concepciones cristianas del cielo, que incluyen a la Jerusalén celestial de la Iglesia Triunfante de muros y calles de oro y piedras preciosas; al cielo como la reunión de contempladores inmóviles y perpetuos del Ser Supremo; al cielo donde los bienaventurados, en una especie de Jardín de las Delicias, recrean algunos -no todos- de los placeres terrestres, como la danza y la risa, y el cielo de Martín Lutero, donde los insectos más repugnantes despiden deliciosas fragancias y llueven monedas de oro.

 

Temas de reflexión en las clases podrían ser la contradicción fundamental entre el libre albedrío y la voluntad omnipotente de un Dios que todo lo sabe y dispone, así como la limitante más grave de esa omnipotencia: el hecho de que todo lo puede Dios, menos hacer que no haya pasado lo que ya pasó, problema que el dicho popular expresa con peculiar picardía: los palos dados, ni Dios los quita.

 

Historia de la Iglesia

 

Como prólogo a este capítulo, podemos referirnos a la historia de la influencia de las religiones y los ritos paganos de la antigüedad en las creencias y la liturgia católica, y en particular el culto al sol y los astros, del cual encontramos todavía algunos rastros, como en la palabra inglesa Sunday o día del Sol, que es, también el día del Señor, y en los nombres de los días de nuestra semana: el lunes de la Luna, el martes de Marte, etc. Por lo demás, la historia de la religión cristiana es, al menos durante muchos siglos, la historia de la Iglesia, que reclama para sí el título de Santa, y que se divide en Iglesia Militante, Purgante y Triunfante. La falta de espacio nos obliga a acudir a un esquema limitado a los temas indispensables: los primeros apostolados, las persecuciones y el martirio sufridos por los cristianos de las Catacumbas, la fundación de la Iglesia y el Papado por San Pedro; la conversión en el siglo iii de Constantino el Grande, que instituyó el cristianismo como religión oficial del Imperio Romano. La expansión en Europa de la doctrina y del poder pontificio que culminó con el dominio de los Estados de la Iglesia y su pérdida posterior. La reclamación, para el Papado, hecha por Inocencio I, de la soberanía sobre toda la cristiandad occidental. La coronación de Carlomagno como Emperador de Occidente por León III, inaugurando así el Sacro Imperio Romano. La actuación excepcional de Inocencio III. Los Papas de Aviñón. El cisma del siglo xv, que provocó la existencia simultánea de tres papas y, por supuesto la Reforma provocada por la corrupción de Roma -no puede faltar la escabrosa historia de los Borgia- y la comercialización de las indulgencias, motivos todos que dieron lugar al nacimiento de las primeras ramificaciones protestantes creadas por los seguidores de Lutero y Calvino. La diferenciación de los presbiterianos puritanos que prevalecieron en Escocia y más tarde en Irlanda del Norte, en contraste con la creación de otra Iglesia muy distinta, la Anglicana. La Santa Inquisición, que merece un capítulo aparte. La conquista espiritual de América y la obsesión catequizante española derivada de la Contrarreforma. El nacimiento y evolución de algunas órdenes como las de los jesuitas, los dominicos, los franciscanos. Las Cruzadas y sus fundamentos más que religiosos políticos y económicos, sus rotundos fracasos ante las fuerzas de los turcos y los árabes, el saqueo de Constantinopla y la legendaria y catastrófica Cruzada de los niños. Como temas aparte, se harían referencias al intento de conciliación entre la ortodoxia cristiana y Aristóteles, que dio como resultado el milagro de la Escolástica; a la constitución del Estado de la Ciudad del Vaticano nacido del pacto firmado en 1929 por Mussolini y Pío XI y con el cual han establecido relaciones diplomáticas docenas de naciones. Al Dogma de la Infalibilidad Papal, que data apenas de 1870, instituido por Pío IX, y que se refiere no a todo lo que dice el Papa, sino únicamente a lo que proclama ex cathedra, o sea desde la silla de San Pedro, en cuestiones que atañen a la doctrina, la fe y la moral. Pienso que, además, para todo católico resultará interesante saber que durante más de 15 siglos, era costumbre que el Papa nombrara cardenal de la Iglesia a cualquier laico no sacerdote, es decir a quien nunca había recibido las sagradas órdenes y que, en teoría al menos, cualquier varón católico, sin ser sacerdote, podría, aun en nuestra época, ser elegido Papa.

 

El Santo Oficio

 

La historia del cristianismo y con ella la de nuestra civilización occidental, no estaría completa, desde luego, sin la historia de la Santa Inquisición, cuyo Tribunal fue creado en 1229 en el Sínodo de Toulouse, con objeto de descubrir y suprimir la herejía, y que con lujo de crueldad y por medio de la denuncia, la cárcel, la tortura y la hoguera, operó durante siglos en Italia, Francia, España, Portugal y América. Las variadas manifestaciones de la herejía, como el arrianismo, se dieron desde los primeros tiempos de la era cristiana y a lo largo de los siglos destacaron entre ellas los docetistas, que afirmaban que el cuerpo de Cristo era un fantasma; el gnosticismo y los ebionitas, que aseguraban que Jesús era hijo carnal de María y José, y, en fin, otras muchas, como el patripasianismo, el pelagianismo, el jansenismo y el quietismo. La Inquisición sirvió para eliminar numerosos movimientos disidentes, como las sectas espirituales y los begardos de Alemania, y en España se dirigió en particular contra aquellos moros y judíos, llamados marranos y conversos, que habían renunciado al judaísmo y al Islam para abrazar la fe católica. De paso le sirvió a la Iglesia y a la intolerancia para asesinar a místicos, heterodoxos, francmasones, humanistas, bígamos, blasfemos, homosexuales y autores e impresores de libros prohibidos. Prohibidos, claro, por la Iglesia. Pocos ejemplos tan cruentos e inhumanos como las guerras de religión en Francia y los asesinatos en masa indiscriminados de los cátaros o albigenses franceses, los hugonotes -1572 fue el año de la tristemente célebre Noche de San Bartolomé - y, más tarde la destrucción, sin piedad, de los camisardos.

 

La historia de la Inquisición en México es confusa, ya que en tanto el historiador Luis González Obregón calcula que hubo 51 sentencias de muerte en los 230 años que duró el Santo Oficio en nuestro país, hay quien afirma que el número fue casi insignificante. Sin embargo, parte indispensable de nuestro estudio sería el libro de Alfonso Toro, donde se narra el caso de la célebre familia mexicana de los Carvajal, mártires de la fe judía. He dicho varias veces antes, y no me cansaré de reiterarlo, que no se entiende el espanto de los españoles ante los sacrificios humanos de los aztecas, ya que éstos obedecían a una lógica, macabra si se quiere, pero lógica al fin, que era la de alimentar al Sol con la sangre de los vencidos, en tanto que los cristianos torturaban y quemaban a sus hermanos en nombre de un Dios todo misericordia. No hay que olvidar que en 1480, los Reyes Católicos Fernando e Isabel le dieron un nuevo impulso a la Inquisición, y que en 1492, aún estaba vivo el siniestro Torquemada. Motivo de discusión, en clase, puede ser comparar la imaginación inquisitorial aplicada a la invención de espantosas torturas de una crueldad inconcebible, con la de aquellos que torturaron a Jesús con azotes, una corona de espinas y la crucifixión, así como comparar los padecimientos espirituales que sufrió el fundador del cristianismo, con los millones de simples mortales que han sufrido lo que él jamás sufrió, como la muerte de un hijo adorado, para poner un solo ejemplo.

 

No estará ausente de este programa, por supuesto, la relación de la violencia y la crueldad ejercidas contra los cristianos y católicos en particular a través de los siglos: las persecuciones de los primeros tiempos, antes mencionadas; las matanzas de los católicos irlandeses de las que fue responsable Oliver Cromwell, así como las atrocidades cometidas por los republicanos franceses en las llamadas Guerras de la Vendée en Francia, iniciadas a finales del siglo xviii, o las matanzas de cristianos a manos de los boxers chinos en los albores del siglo xx. La historia de las persecuciones religiosas, es, desde luego, inagotable, pero en un programa de estudios amplio sobre este tema la historia del Holocausto sería, por supuesto, un tema ineludible.

 

 

 

 

III. La Iglesia en México

 

 

La historia de la Iglesia en el mundo, o en cualquier país en particular, merece que se dedique un espacio considerable a aquellos que la han ennoblecido con su generosidad y amplitud de alma, su bondad, su amor, sus sacrificios. Así, en México, defensores de los indios como Las Casas, Antonio Alcalde y Vasco de Quiroga y desde lejos, desde la Universidad de Salamanca, Francisco Vitoria, que hicieron más llevadera la onerosa carga de los vencidos, entre los cuales abundaban los indios que no deseaban irse al cielo, porque allí se encontrarían, como en la tierra, con los españoles, en tanto que historiadores como Sahagún y Clavijero se encargaron de reivindicar los valores culturales prehispánicos. La brillante labor de otros eclesiásticos, como la de Diego de Landa y la de Juan de Zumárraga -inquisidor apostólico durante seis años-, se vio empañada por su fanático celo contra lo que consideraban idolatría.

 

Hechos que es necesario tomar en cuenta: la expansión y consolidación de la Iglesia durante la Colonia. Después, ya iniciada la guerra de Independencia, la orden de la Constitución de Cádiz, parcialmente vigente en nuestro país, en el sentido de que el catolicismo sería la religión oficial de México a perpetuidad. La ratificación que de esto hizo el Congreso Constituyente de 1823, ya consumada la Independencia. La Reforma de Gómez Farías de 1833, que entre otras cosas tenía el propósito de excluir al clero de la instrucción pública. La intransigencia de la llamada Constitución de las Siete Leyes, de 1835, en la que se estableció que la nación mexicana no toleraría el ejercicio de ninguna otra religión. Y, en fin, la Reforma juarista con todas sus implicaciones, entre ellas la separación de la Iglesia y el Estado, la educación libre, la libertad de cultos y el registro civil. Se haría una relación de los conflictos entre la Iglesia y los liberales a través del siglo xix, así como de la ruptura entre el imperio de Maximiliano y la Santa Sede. Seguiría a esto un análisis de la Iglesia en el porfiriato y durante la revolución y después de ella, en una época en que varios delegados apostólicos fueron expulsados del país, hasta llegar a las reformas salinistas, que incluyeron la reanudación de relaciones diplomáticas entre nuestro país y el Vaticano.

 

Sobra decir que se estudiarán las opiniones de detractores y apologistas de Juárez, a fin de que cada alumno se haga un juicio propio de este personaje. Para ello, no sobrará hacer un repaso de los antecedentes europeos de la separación de la Iglesia y el Estado, y recordar que Juárez, hasta donde yo sé, nunca renegó de la fe católica. Por último el tema de la Cristiada. Pienso que será fácil ponerse de acuerdo en lo absurdo e inaceptable de las leyes que prohibían las procesiones callejeras y el uso de hábitos sacerdotales y monjiles en público, pero que otros aspectos de la llamada persecución religiosa y la respuesta rebelde armada de los soldados de Cristo Rey se prestan para debates enconados. En este caso, se podría pensar en polémicas de expertos, televisadas, en circuito cerrado, transmitidas en los planteles respectivos de toda la nación, que serían dirigidas por moderadores que hicieran justicia a su título, esto es, que de verdad sepan moderar los ánimos y la más que probable exaltación de los participantes.

 

El culto mariano

 

Apenas pasado el siglo en el que se inició la emancipación de la mujer, creo que es necesario referirse al desprecio absoluto a la mujer que parece ser el denominador común de la mayoría de las religiones. No se escapa la hebrea, cuya feroz misoginia fue heredada por el cristianismo, como desde un principio lo confirma uno de los personajes más grandes de la Iglesia, San Pablo, en los versículos 11 y 12 del capítulo 2 de la Primera Epístola a Timoteo: "La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción / porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio".

 

Sin que esta misoginia haya desaparecido, como es evidente, parece haber sido atenuada por los católicos, al crear, para la tranquilidad de su conciencia, el culto mariano. El erudito estudio de Juan G. Atienza, al que antes nos referíamos, nos da la oportunidad de conocer la historia de esa devoción, profundamente arraigada y conocida también con un nombre que rechazan de manera rotunda los católicos: la mariolatría. Sería interesante señalar que algunos pensadores aducen que el culto mariano, agregado al de los santos, le quita al catolicismo el carácter de religión monoteísta. En lo que a su historia se refiere, Atienza nos señala que apenas en el siglo vi comenzó a conmemorarse en Jerusalén la Dormición, o Tránsito de María, y que no fue sino 500 años más tarde que se consolidó el culto a la Virgen en Occidente, mismo que tuvo un primer auge en los siglos xii y xiii, coincidente con las Cruzadas y la reforma cisterciense. Se introdujo así, en la religión católica, el elemento sagrado femenino que, afirma Atienza, la ortodoxia paulina jamás habría aceptado. Desde entonces, la Virgen María "arrastra más multitudes que el recuerdo de su hijo". Así, y al igual que en otras épocas que se pierden en la noche de los tiempos, "la sacralidad se desplaza de la energía fecundante del sol, a la silenciosa capacidad generadora de la tierra". La actitud de las autoridades eclesiásticas respondió a la aclamación popular. Vemos así que el culto a María no surge del seno de la Iglesia: nace en el corazón del pueblo, pero, al aceptarlo, la Iglesia rescata de paso el dogma de la virginidad de María, y aquel que la liberaba del Pecado Original, proclamados por la Iglesia en el 431 y en torno al año 1000, respectivamente. Como sabemos, no fue sino hasta 1950 que el Papa proclamó como dogma la Asunción de María, o en otras palabras, su milagroso ascenso al cielo, en cuerpo y alma. La palabra "Ascensión" se reserva para Jesucristo, el Hijo de Dios. Pero, por otra parte, las Sagradas Escrituras mencionan otras asunciones en cuerpo y alma: la del patriarca Enoc y la del profeta Elías, en tanto que la de Moisés queda en duda, y los musulmanes, como dijimos, mencionan una asunción temporal, en vida, de Mahoma.

 

Más adelante, Atienza analiza la presencia de María en los cuatro Evangelios o Tetramorphos. En San Mateo, sólo en una ocasión se menciona la palabra "virgen", al citar el versículo 124 del capítulo 7 de Isaías: "He aquí que una doncella ha concebido y va a dar a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel". Por lo demás, apenas si San Mateo se refiere a María en dos o tres ocasiones. San Marcos, por su parte, jamás la nombra en su Evangelio. San Juan se limita a hablar de ella sólo dos veces: en las bodas de Caná, y en el Calvario. Y es sólo San Lucas quien, para decirlo con las palabras de Atienza, ofrece "un hermoso desagravio a la madre de Jesús". En efecto, en su Evangelio la nombra como "Virgen" en lo que a la concepción de Jesús se refiere, si bien más adelante habla de la madre "y los hermanos" de Jesús -otros hijos que Lucas le adjudica a María-, la califica de bienaventurada, y la hace entonar el cántico que se conoce como el Magnificat, cuya autoría es adjudicada por la leyenda al propio San Lucas, y para el cual han compuesto música Palestrina, Marenzio y Bach, entre otros. Cabe aquí recordar que, tras haber sido dedicada la ciudad imperial de Constantinopla, según algunos historiadores, a la Virgen María, un grupo de conversos árabes de la secta llamada de los "colyridianos", comenzó a adorar a María con los ritos y creencias que antes se habían dedicado a Astarté, antigua reina de los cielos de los fenicios, y que fue necesaria la intervención de San Epifanio, para frenar lo que se había transformado en verdad en mariolatría al indicarles que a la Virgen se debía rendir el culto de "hiperdulía", es decir, una veneración mayor que a los santos, pero menor desde luego que la debida a la Santísima Trinidad, a la cual María no pertenecía, ni pertenecería jamás, si bien algunas sectas heréticas antiguas llegaron a considerarla como la Tercera Persona. Atienza nos recuerda que la figura de María, la Virgen Madre del Salvador, "tiene un protagonismo considerablemente mayor y más significativo en los textos apócrifos que en los canónicos oficiales". Es en ellos, como antes habíamos mencionado, que figura la presentación de María en el templo, y su asunción a los cielos en cuerpo y alma, y no en los que conocemos como los cuatro Evangelios. Cabe recordar aquí lo que antes señalábamos, y es que los mahometanos aceptan la virginidad de María.

 

No estará por demás echar una ojeada sobre la historia de las apariciones de múltiples vírgenes, cuyo número, tan sólo en España, supera el centenar. Por su parte, es evidente que en un programa de estudios sobre la historia de la religión no puede faltar el tema de la Virgen de Guadalupe, cuyo primer santuario, como sabemos, se erigió en el monte donde se adoraba a la diosa Tonantzin. La importancia de la guadalupana como símbolo de la identidad mexicana; su empleo como imagen unificadora (el cura Hidalgo enarboló su estandarte como bandera de la insurgencia, y dio lugar así, entre otras cosas, a la guerra de las dos vírgenes, ya que los realistas acudieron a su vez a la imagen de la Virgen de los Remedios -como nos lo recuerda mi distinguido colega el filósofo Luis Villoro-) son, desde luego, temas insoslayables, así como la gigantesca dimensión que ha adquirido su culto en nuestro país. No se olvidará tampoco que el primer presidente de México, Félix Fernández, cambió su nombre por el de Guadalupe Victoria. De gran interés también, aunque esto debe tratarse con sumo cuidado y respeto, las polémicas sobre la autenticidad de las apariciones. Cabría mencionar, al menos, el desacuerdo del eminente historiador, filólogo y lingüista católico mexicano Joaquín García Icazbalceta, y el célebre discurso del ilustre mexicano fray Servando Teresa de Mier -cuya increíble, fantástica vida aventurera merecería ser objeto de una o dos clases-, quien el 12 de diciembre de 1794 en presencia del virrey, el arzobispo de México y los miembros de la Audiencia, puso en duda las apariciones de la Virgen de Guadalupe -lo cual le valió 10 años de destierro en Santander-, para no hablar del abad Schulenburg, cuyas declaraciones sobre la inexistencia de Juan Diego fueron objeto, por razones de todos conocidas, más que de debate, de ludibrio. La canonización de Juan Diego, sin duda, acentuará el interés sobre este tema, y al mismo tiempo podemos prever que lo hará más delicado de tratar.

 

No estaría por demás que los estudiantes supieran que Guadalupe es un vocablo árabe que según entiendo significa "río de lobos", que en la villa de Guadalupe, en Cáceres, España, se venera desde el siglo xiii otra Nuestra Señora de Guadalupe, cuya imagen fue hallada por un pastor, y que en un templo de la ciudad de Tlaxcala existe la devoción de una Virgen de Guadalupe muy diferente a la que conocemos, que se apareció a un Juan Diego distinto al que se le apareció la virgen del Tepeyac.

 

 

 

 

IV. La teología de la liberación

 

Considerada la teología como la ciencia que trata del conocimiento de Dios y sus atributos, su ejercicio por parte de grandes pensadores -Platón y Aristóteles en sus orígenes, San Agustín, San Bernardo de Claraval, Tomás de Aquino, San Buenaventura, Duns Scoto, Melanchton, Francisco Suárez, Karl Barth- le ha dado al mundo algunos de los escritos más admirables y complejos de la historia. De aquí que se le niegue el carácter de "teología" a una doctrina, como la de la "liberación", cuyos postulados y razonamientos, cuyas premisas, parecen pecar de simples y elementales, carentes de misterio y hermetismo.

 

Pero, por un lado, guste o no, ese movimiento ha pasado ya a la historia -lo que no quiere decir, si se me perdona la aparente redundancia, que haya pasado al pasado- con ese apelativo: el de teología. Por el otro, no pienso que debamos despreciar su sencillez, sus bondades, su pragmatismo, que, en mi opinión, ganan tanto al comparárseles con la vacuidad y gratuidad de los devaneos en los que han caído algunos de los teólogos más insignes, al bordar en el aire sobre ángeles, arcángeles, serafines y jerarquías, limbos, infiernos y purgatorios, sin haberse puesto jamás de acuerdo en el número de ángeles que caben en la punta de un alfiler.

 

Por último, si por ciencia se entiende "un cuerpo de doctrina metódicamente ordenado que constituye un ramo particular de los conocimientos humanos", tal es la definición que nos da el diccionario, no le será posible nunca a la teología llegar o acercarse siquiera al conocimiento de un Dios que es por definición incomprensible, inefable, inasible, inabarcable. En todo caso se supone que ese conocimiento -o la sombra de él- se adquiere mediante una relevación que, según afirma la iglesia, puede darse lo mismo en los doctos que en los ignorantes y los humildes.

 

Me resulta casi inconcebible que un estudiante mexicano de educación media superior no conozca, así sea a grandes rasgos, los orígenes y la evolución de ese movimiento que, enterrado -como muchos afirman- o a flor de tierra y palpitante, dormido apenas -como yo creo que está-, marcó un hito en la historia de Latinoamérica.

 

Durante una infinidad de siglos, la Iglesia defendió lo que se consideraba un orden establecido por la voluntad de Dios, conocida ésta a través de la revelación en el sentido de que los ricos eran ricos y los pobres, pobres, los privilegiados, privilegiados y los oprimidos, oprimidos, porque ése era el deseo, el designio, inescrutable, del Creador. Más allá de la muerte, las cosas serían distintas: de los pobres de espíritu sería el reino de los cielos, del cual estarían excluidos los ricos, pues más fácil sería pasar un camello por el ojo de una aguja, que permitir el ingreso de un rico al paraíso. El hambre, la miseria, la opresión, la desesperanza sobre la Tierra: para todo había una versión particular del cielo que todo lo compensaría.

 

Sin embargo, tras haberse multiplicado en ese mundo, en este planeta, los atisbos de un infierno no futuro, sino presente, una parte de la Iglesia católica comenzó a preguntarse si en verdad es la voluntad de Dios que los pobres sean pobres y los ricos sean ricos. Después de todo, si no se mueve la hoja de un árbol sin la voluntad de Dios, y la teología tiene como objeto y fundamento la verdad revelada, ésta bien podría manifestarse a algunos fieles como una voluntad distinta a la que siempre se le había atribuido al Creador.

 

Ese fue el caso, sin duda, de algunos sacerdotes.

 

En los programas de estudios de enseñanza media superior, debería enseñarse cómo fue que una parte de la Iglesia de América Latina comenzó a tomar conciencia de las espantosas realidades de nuestro continente, y de la posibilidad de combatirlas. Cómo fue que en la primera reunión plenaria de la Conferencia Episcopal de América Latina, que se efectuó en Río de Janerio en 1955, se comenzó a reconocer los gravísimos problemas sociales del continente, y cómo, en 1967, en su encíclica Populorum Progressio, que fue calificada por el Wall Street Journal como "marxismo recalentado", el papa Pablo VI hizo una fuerte crítica contra el orden económico internacional, y afirmó que el progreso humano es una evidencia de la labor de Dios en la Tierra.

 

A esto siguieron la segunda plenaria de la CELAM, en Medellín, Colombia, en la cual los obispos denunciaron la violencia institucionalizada y exigieron cambios radicales y rápidos, profundos, y en 1971 el Sínodo Mundial de Obispos, el cual señaló que la obligación de luchar por la justicia está implícita en el Evangelio.

 

En esas dos décadas -los sesenta y los setenta- el florecimiento de cruentas dictaduras latinoamericanas y con ellas el terror ejercido por ambas partes, opresores y oprimidos, fortaleció esa toma de conciencia, colectiva por una parte de la Iglesia, individual por parte de los primeros enunciadores de la Teología de la Liberación: poco antes de Medellín, el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez esbozó los postulados de la teoría, pero a la teoría se había adelantado el sacerdote colombiano Camilo Torres, muerto en combate en febrero de 1966.

 

Torres fue una entre muchas víctimas de la violencia -en su caso, como en el de otros, de la ajena y la propia-: según Phillip Berryman, en su libro Liberation Theology, tan sólo entre 64 y 78 hubo en América Latina 41 sacerdotes asesinados -seis de ellos guerrilleros-, 22 desaparecidos, 485 arrestados, 46 torturados y 253 expulsados de sus países. No figuró en esa lista, por haber sido asesinado en 1980, el arzobispo Oscar Romero, de El Salvador, y tampoco, desde luego, monseñor Gerardi, de Guatemala.

 

No formaría parte de esta enseñanza, desde luego, el elogio a la violencia, aunque no estaría por demás recordar el apoyo abierto de la Iglesia a "las guerras justas" en las que ha intervenido directa o indirectamente a lo largo de la historia, y el hecho por demás significativo de que algunos de los principales caudillos de nuestra guerra de independencia, como Hidalgo, Morelos y Matamoros fueron sacerdotes que se levantaron en armas, así como lo que dicen ciertos textos sagrados. Por ejemplo, el Eclesiástico -no el Eclesiastés: el Eclesiástico, libro canónico del Antiguo Testamento-, el cual, en el versículo 22 del capítulo 34 dice:

 

"Mata a su prójimo quien le arrebata el sustento: vierte sangre quien le quita el jornal al jornalero."

 

La historia de la Teología de la Liberación nos proporciona abundantes ejemplos de sacerdotes que en su lucha contra los caciques y los gobiernos, los terratenientes, las empresas multinacionales, los asesinos, los militares y los paramilitares, nunca se levantaron en armas y acudieron tan sólo a "la espada de Dios, que es su palabra", como el propio Romero, Hélder Câmara, Méndez Arceo, Leonardo y Clodovis Boff, Ernesto Cardenal y otros más.

 

Motivo de análisis deberán ser, por supuesto, en estos programas, los argumentos de los más importantes detractores de la Teología de la Liberación, con objeto de determinar, en lo posible, si son sustentables las acusaciones de quienes han considerado a sus abanderados como comunistas.

 

Yo diría que, en principio de cuentas, no es ateísmo lo que se les puede endilgar: sucede que esos sacerdotes, muchos de los cuales probablemente nunca leyeron a Hegel, Marx, Lenin o Gramsci, encontraron una coincidencia entre el propósito del marxismo y el cristianismo de luchar por una sociedad más justa, y pensaron que algunos de los principios económicos del marxismo no eran incompatibles con el Evangelio. El fracaso rotundo de los regímenes comunistas de Europa no invalida el objetivo en el que se resumen todas las aspiraciones: justicia social.

 

 

 

 

V. La actualidad

 

Pienso que ya ha quedado claro a estas alturas que estoy lejos de ser imparcial, y que, hasta cierto punto, y en ciertas cosas, no sólo no deseo, sino que me sería imposible serlo. En mi opinión, si la imparcialidad es una virtud, la imparcialidad absoluta es una imposibilidad.

 

Enseñar la historia del pensamiento religioso es y será siempre materia de polémica y controversia, en la medida en que las religiones influyen en el comportamiento individual y colectivo, y establecen normas que en ocasiones entran en franco conflicto con algunos objetivos de gobiernos y sociedades considerados como progresistas. Lo ideal sería invitar a profesores y catedráticos de tendencias distintas, y a veces opuestas, en un intento de lograr un equilibrio razonable o, ante la imposibilidad de llevarlos a todos los planteles, promover, como antes señalábamos, debates por televisión en circuitos cerrados nacionales. Sin embargo, creo que hay posiciones irrenunciables, y que en la docencia jamás deberíamos claudicar ante el oscurantismo, que desde luego incluye, entre otras cosas, el racismo, la irracionalidad y la coerción de la libertad.

 

Una enseñanza, pues, como la que yo propongo, no presumiría jamás ser dueña de la verdad, pero al mismo tiempo le negaría derecho a toda religión, secta o culto, de proclamarse como su propietario.

 

Para ello, será siempre útil analizar el estado actual de las religiones en el mundo y en particular en nuestro país, en su relación con los cambios sociales, morales y políticos de la época. Por supuesto la actualidad de 2015 será muy distinta a la nuestra, y la de 2040 muy diferente a la de 2015.

 

Podríamos, para estudiar nuestra actualidad, la que hoy vivimos, extenderla, digamos a unos diez años. La magnitud de la catástrofe del pasado 11 de septiembre y de las sombrías consecuencias que sufrimos, y que probablemente sufriremos por mucho tiempo más, ha colocado este trágico e impensable suceso en el centro de nuestra actualidad, y por lo mismo en un programa como el que propongo sería obligado analizar sus causas, por demás complejas, y tratar de separar aquéllas de carácter político y económico de las meramente religiosas, si es que tal cosa es posible.

 

El conflicto del Medio Oriente entre Israel y Palestina no podría estar ausente de un programa de la actualidad religiosa en el mundo, y en particular como una de las causas del atentado terrorista contra las Torres Gemelas del World Trade Center.

 

El espacio no me permite extenderme sobre este asunto, que tantas implicaciones tiene. Pero haría falta señalar, por lo menos, algunos factores. Uno de ellos, el odio que Estados Unidos se ha ganado con sus políticas intervencionistas en gran parte del mundo, por un lado, y por el otro el fenómeno de los fundamentalismos musulmanes de hoy día, como el argelino y el shiíta, derivados algunos de teocracias y regímenes retrógradas en grado inconcebible, como, precisamente, el talibán.

 

En un país como el nuestro, donde a diferencia de naciones como el Reino Unido, Francia, Alemania y el propio Estados Unidos la inmigración musulmana y la conversión al islamismo son casi inexistentes, se podrá analizar, con calma y cierta distancia, las peligrosas características de esos fundamentalismos.

 

La idea, por ejemplo, de que todo musulmán que perece en una guerra santa asciende directamente al paraíso; los diversos grados de marginación y esclavitud de la mujer según los distintos países islámicos, y la intolerancia que ha llevado a ofrecer una cuantiosa recompensa a quien dé muerte a escritores como Salman Rushdie.

 

Otros problemas actuales merecerían también la atención, sobre todo porque se presentan como conflictos religiosos sin serlo. Tal, la situación en Irlanda, donde las facciones católicas y protestantes se enfrentan no en defensa de creencias y dogmas -como podrían ser los del culto mariano-, sino por la conquista del poder, en una lucha alimentada por la intolerancia y rancios rencores. Asimismo, la pertinaz beligerancia entre hindúes y sikhs.

 

Otros temas a tratar serían la actitud de las Iglesias bautistas, que en 1997 instaron a sus 15 millones de feligreses a un boicot contra la empresa Disney, por la decisión de ésta de proporcionar beneficios médicos a las parejas de sus empleados homosexuales, contrastada con la posición de la Iglesia anglicana, la cual no sólo permite desde hace tiempo que se ordenen mujeres, sino que, hace unos meses, dio su plácida aquiescencia para que uno de sus sacerdotes, divorciado y padre de una hija, se sometiera a una operación quirúrgica que lo convirtió en una sacerdotisa que continúa desempeñando su ministerio con la aprobación tácita de sus feligreses.

 

Otro tema: la decisión, en 1997, de los llamados Discípulos de Cristo en apoyo de la oposición de la Asamblea General de las Naciones Unidas al embargo contra Cuba, decisión en la cual al mismo tiempo se exhortó al retiro de las tropas estadounidenses de Okinawa, y se hizo hincapié en la importancia que tiene la ciudad de Jerusalén para judíos, musulmanes y cristianos por igual.

 

En el campo de la irracionalidad debería también ser materia de estudio la actitud de sectas -entre ellas la autodenominada de la scientología-, cuyos miembros rechazan para ellos y sus hijos médicos y medicinas, y a causa de la cual han ocurrido cientos de muertes, muchas de ellas de criaturas inocentes.

 

Vale también la pena reflexionar sobre el hecho de que, aunque parezca mentira, la teoría de Darwin sufre graves ataques en varias partes de Estados Unidos, y no estaría por demás plantear en clase si los días de Dios se miden en horas terrestres o en eternidades, y valorar el hermoso pensamiento que, según un servidor, se atribuye a Tomás de Aquino: "Un poco de ciencia aleja de Dios, un mucho de ciencia acerca a Dios".

 

Será quizás necesario, en un futuro próximo, considerar algunos cambios en el vocabulario, ya que palabras como "secta" y "culto" han adquirido cierto sentido peyorativo, en tanto que en América Latina -México desde luego comprendido- diversas ramificaciones cristianas, llamémoslas así, han creado zonas de influencia importantes, cuya crónica y geografía están por hacerse, como la Iglesia de la Luz del Mundo, los adventistas del Séptimo Día, los metodistas, los anabaptistas, los pentecostales, los hijos de Jehová y otras más, cuyo estudio, en virtud del número considerable de fieles con los que cuentan en México, y la persecución de que han sido objeto muchos de ellos -por ejemplo, en Chiapas- requerirá toda la comprensión y el respeto posibles.

 

Desde luego, el panorama religioso de México no estará completo sin el conocimiento de la historia del judaísmo en nuestro territorio; sin la historia de los menonitas, a quienes en la década de los veinte el presidente Obregón concedió privilegios excepcionales -de los que ignoro si aún gozan- como la exención del servicio militar y la creación de un orden económico autónomo, y sin un vistazo al panorama del sincretismo religioso producto de las bodas -bodas, a veces, de sangre- de creencias ancestrales de nuestros diversos grupos étnicos con el cristianismo.

 

Asimismo, no saldrá sobrando que nuestros estudiantes conozcan, así sea a vuelo de pájaro, la historia escandalosa de los llamados "tele-evangelistas" de Estados Unidos, amasadores de enormes fortunas a costillas de la fe y la ingenuidad de millones de televidentes, como Billy Graham, por mencionar sólo a uno de ellos, y que tengan presentes los llamados "cultos apocalípticos", que en las últimas décadas han desembocado en lamentables suicidios masivos: el de Jim Jones y sus seguidores en la Guayana, en 1978; el de Marshall Applewhite y sus fieles en San Diego, en 1997; el caso de los "davidianos", discípulos de David Koresh, que cuatro años antes, en 1993, desembocó en el oscuro drama de Waco, Texas, y la tragedia, más reciente, que tuvo como escenario Uganda. Lo mismo, las complicidades del célebre mister Moon con la CIA (Agencia Central de Inteligencia estadounidense).

 

La actitud de la Iglesia en Latinoamérica, y en particular en nuestro país, en lo que concierne a la oposición al uso de anticonceptivos, actitud que está lejos de favorecer algunas políticas demográficas y de salud aplicadas a la prevención del desmesurado crecimiento de la población o de enfermedades como el sida, debe también ser objeto de un análisis mesurado y de un debate respetuoso. Más delicado es aún, pero a mi parecer inevitable, abordar el tema del aborto, sus modalidades y la ley en México y otros países del mundo al respecto.

 

Inmenso como parece este programa, y pese a que muchas cosas se quedaron en el tintero, pienso que, como asignatura que se llevaría a lo largo de seis años de primaria, tres de secundaria y tres de preparatoria, es no sólo factible, sino que de paso nuestros estudiantes algo, o mucho, aprenderían de historia y geografía, costumbres y leyendas, literatura e idiosincrasia de las naciones del mundo. No sería ésta una enseñanza, desde luego, que fuera del gusto de los fariseos y mercaderes modernos y no faltarán los educadores y pedagogos que aducirán que un proyecto de esta naturaleza contiene un exceso de conocimientos, muchos de ellos fuera del alcance de la comprensión de los alumnos.

 

Quisiera subrayar que una actitud semejante, de ocurrir, no se diferenciaría gran cosa de la política general de la televisión mexicana, abocada al empobrecimiento de las ideas y del lenguaje, y deseo recordar que precisamente uno de los objetivos de la educación es el entendimiento. El entendimiento de las cosas, y el entendimiento de los demás.

 

Si esta enseñanza se da y se aprende con modestia y honestidad, con respeto, no estará jamás peleada con la poesía y la belleza, con la bondad, con la tolerancia o con las verdades y creencias personales, y mucho menos con los principios cristianos.

 

Una acerba polémica, tan antigua como la Iglesia, parece haber sido al fin zanjada. Se afirmaba que ningún ser humano que creciera fuera de la fe cristiana encontraría la salvación. Esto comprendía a todos los cristianos nacidos antes de Jesús, y el propio San Agustín afirmó que incluso los niños no bautizados serían víctimas del fuego eterno.

 

Pero ahora el papa Juan Pablo II ha declarado que la salvación está destinada a todos los justos de la Tierra, es decir, a los creyentes de todas las religiones y lo mismo a agnósticos y ateos. De modo que, en tanto se imparta con la mayor ecuanimidad posible y se reciba con una generosa apertura de espíritu, esta enseñanza tampoco estará reñida con el paraíso.