Religión
y educación
Fernando
del Paso
La Jornada, 15-19 de marzo, 2002
I.
El ángel
Gabriel le anunció a María, en Nazaret, que, sin que fuera
conocida por varón, esto es, sin perder su virginidad,
concebiría, por obra y gracia del Espíritu Santo, a un
niño cuyo nombre sería Jesús, Hijo del Altísimo.
Cuando Mahoma, el fundador del Islam, tenía tres años de edad, el
mismo ángel Gabriel lo recostó en la tierra, abrió su
pecho sin causarle dolor, sacó su corazón, lo limpió del
pecado original, lo llenó de fe, conocimiento y luz, volvió a
colocarlo en su seno, y la piel quedó lisa e intocada. Saturno
mutiló con una guadaña de diamantes a su padre, de cuya herida
brotó la sangre que fecundó la blanca espuma del mar de la que
nació Venus, diosa del amor. Coatlicue, la deidad de las enaguas de
serpientes, encontró un día un ovillo de plumas que guardó
en su ceñidor y quedó entonces encinta de Huitzilopochtli sin el
concurso de varón. Buda fue también concebido por una madre
virgen, tras haber ésta soñado que el futuro Gautama entraba a su
seno bajo la forma de un elefante blanco y, cuando nació, las aguas del
mar perdieron su sabor salobre. Acrisio encerró a su hija Dánae
en una torre, para alejarla del amor, pero Júpiter, el dios más
poderoso del Olimpo, se transformó en lluvia de oro para fecundarla y
engendrar a Perseo. Odín, dios del cielo, de la poesía, las artes
mágicas, el trabajo y las fuerzas de la naturaleza tenía como
único ojo al sol, por haber sacrificado el otro para obtener un sorbo
del agua de la fuente de la Sabiduría. Jesús resucitó a
Lázaro y al hijo de la viuda de Naín. Mahoma, montado en la yegua
mágica Al-Borak, visitó en vida todos los cielos, en los que se
reunió con su padre Adán, con Azrael, el ángel de la
muerte, y por último con el patriarca Abraham en el séptimo de
los cielos, donde cada habitante tenía 70 mil cabezas: en cada cabeza 70
mil bocas; en cada boca 70 mil lenguas que hablaban, cada una, 70 mil idiomas
diferentes, todos ellos dedicados a cantar, sin tregua, desde siempre y para la
eternidad, la gloria del Altísimo. Quetzalcóatl viajó al
inframundo para reclamarle a Mictlantecuhtli los huesos de los muertos y Orfeo
descendió a los infiernos para rescatar a Eurídice. Brahma,
nacido de un huevo de oro que flotaba sobre las aguas primordiales, se
dedicó a la meditación durante varios miles de años,
sentado en una flor de loto, antes de iniciar la creación del mundo.
Jesús multiplicó en la montaña los panes y los peces.
Mahoma alimentó a un millar de hombres con un cordero asado y un pan de
cebada, y con las chispas de las rocas que golpeó con un martillo de
hierro, iluminó el palacio imperial de Constantinopla, la residencia
real de Persia y todo el reino del Yemen, conocido también como la
Arabia Feliz.
Lo más
bello del hombre
-decía el poeta Paul Eluard-, es más bello que el hombre. Más bella, sí, que el ser humano
y su miseria física y espiritual, ha sido su prodigiosa capacidad para
crear cosmogonías, leyendas, mitos, dioses y demonios, paraísos e
infiernos que no son sino el espejo de los mecanismos de un alma que se debate
entre los contrarios: la vida y la muerte, el todo y el nada, el odio y el
amor, el día y la noche, el instante y la eternidad. Y toda esta
creación, con los siglos, ha adquirido las dimensiones de un universo
propio: el de una imaginación colectiva portentosa, cuyo conocimiento
debería formar parte de la educación de todo ser humano.
La polémica
sobre la educación religiosa es, en nuestro país, incipiente y
antigua a la vez. No hace mucho tiempo que manifesté, en una carta
publicada en este mismo diario, La Jornada, mi opinión al respecto. Rescato hoy el tema, a
propósito de las recientes declaraciones del cardenal Norberto Rivera,
quien, al hablar de la educación laica, expresó que ésta
provoca que los valores pierdan consistencia y se relativicen, y que a causa de
ello desaparezca "la visión unitaria del hombre". Estoy, en
parte, de acuerdo con el señor Rivera, y es por eso que, en mi
opinión -reitero: ya expresada-, es necesario enseñar, sí,
desde la primaria y hasta la secundaria, la historia de las religiones y del
pensamiento religioso a través de la historia. En este siglo, en este
milenio, en este mundo donde todo -para bien y para mal- se globaliza a la
velocidad de la luz y a la velocidad de la sombra, pocas cosas podrán
proporcionarnos una visión unitaria del hombre de todas las edades y
todas las razas, nacionalidades, religiones y lenguas, que un estudio como el
que propongo, el cual, desde luego, no contradice en lo más
mínimo el concepto de una educación laica.
Retomo el tema,
decía, y me propongo esbozarlo a continuación. Se trata
sólo de un esquema, sencillo pero muy ambicioso, que, confieso, creo que
está más cerca de la Utopía que de la realidad. Al
escribir este texto, sentí que araba en el mar. Al leerlo en voz alta,
que predico en el desierto. Pero asumí esta tarea con júbilo,
como un compromiso moral.
Si vamos a preparar a
los alumnos en estos temas, tendremos que preparar primero a los maestros y
elaborar libros de texto consecuentes que podrían ser seleccionados
mediante concursos. La relación de las principales maravillas y milagros
atribuidos a las diversas deidades y sus profetas tendrían que figurar
en los primeros años, narrados como si fueran cuentos de hadas,
narraciones fantásticas -que al cabo eso son-, de modo que no haya
ningún niño que no haya oído hablar de cómo las
murallas de Jericó se derrumbaron al son de las trompetas, cómo
Prometeo se robó del Olimpo el fuego sagrado para dárselo a los
hombres, cómo Viracocha, hijo del sol y hermano de Mancocapac, se
apareció a los incas en forma de fantasma para anunciar la llegada de
los conquistadores y cómo, en fin, Tezcatlipoca, el dios invisible
sembrador de discordias, nunca se cansaba de viajar entre el cielo, la tierra y
el infierno.
Ante la imposibilidad
de estudiar la historia de todas las creencias, se debe elegir, para el
programa, las principales religiones y mitologías. Yo propondría,
entre estas últimas, la egipcia y la griega, la hindú, la
escandinava, y de nuestro continente la náhuatl, la maya, la huichola
tal vez, y la inca. Y entre las primeras, el hinduismo procedente del
brahmanismo, el sikhismo, el budismo y el lamaísmo, el confucianismo y
las tres grandes religiones monoteístas: el cristianismo, el
judaísmo y el islamismo, con sus numerosas ramificaciones. Y en
particular sus orígenes en gran parte comunes, y sus vínculos.
Como sabemos, el Antiguo Testamento, en el que prevalece un Jehová
irascible, colérico y vengativo, está compartido por
judíos y cristianos. En parte, también, por el Islam, cuya
teología y ciertas de sus tradiciones se basan en el Pentateuco, o sea,
en los primeros cinco libros de la Biblia: Génesis, Exodo,
Levítico, Números y Deuteronomio, atribuidos a Moisés. Por
lo mismo, los mahometanos -además de observar el rito de la
circuncisión cuando los varones cumplen cinco o seis años-
comparten con los judíos la prohibición de comer animales
considerados como inmundos, el puerco en particular, así como la forma
de sacrificarlos, normas todas estipuladas en el Levítico.
Son éstos los
libros sagrados de las diversas religiones, los que más útiles
nos serán para iniciarnos en su conocimiento, así sea somero,
acercándose a ellos en una primera etapa como libros de cuentos, para
hacerlo más tarde, en una etapa superior, objeto de análisis
comparativos. Entre estos libros podríamos mencionar: los Himnos
Védicos y el
Upanishad hindúes; el Dhammapada budista; el Zend Avesta persa, el Popol-Vuh quiché. Quizás un vistazo al Zohar como una de las expresiones de la
cábala o sistema teosófico judío medieval, y a los libros
sobre teosofía y espiritismo de madame Blavastky y Allan Kardec, la Guía
de los perplejos del gran
teólogo judío Maimónides, y el Talmud de los hebreos, código fundamental del
derecho judío. Y desde luego, el Corán y la Biblia. No
tendrán los alumnos, por supuesto, que leer estos voluminosos escritos.
Bastará, las más de las veces, señalar algunos hechos
notables. Por ejemplo, que el Corán, además de Moisés, y
de Adán y Eva, comparte con judíos y cristianos otros profetas y
varios ángeles, entre ellos el ya mencionado Gabriel; que en el texto
árabe se niega que Jesús -llamado Isa- haya sido hijo de Dios,
pero se le reverencia también como el profeta más grande
después de Mahoma y, cosa extraordinaria, se dice que su madre,
María o Maryem, lo concibió, virgen, cuando el ángel
Gabriel sopló en su seno. Los mahometanos comparten también, con
los católicos, el perdón de los pecados, salvo el de
idolatría. La Biblia es, por otra parte, uno de los libros, o conjuntos
de libros, más maravillosos que se han escrito en todos los tiempos. Me
duele pensar que los jóvenes crezcan en la ignorancia de, por ejemplo,
los Salmos de David, o el Cantar de los Cantares de Salomón, el Eclesiastés
o el Apocalipsis. Sería recomendable, pienso, una comparación del
contenido de la Biblia protestante y la católica: una, la de Casiodoro
de Reina, la otra, la de Nácar y Colunga. Y una referencia a los Evangelios
Apócrifos -así
llamados porque la Iglesia los considera falsos: entre ellos el Protoevangelio
de Santiago, el Evangelio Armenio de la Infancia y la Historia Copta de
José el Carpintero-, que después de todo son los que contienen,
como lo señala el ensayista español Juan G. Atienza en su libro Nuestra
Señora de Lucifer,
algunas de las leyendas cristianas vigentes más importantes, que nunca
figuraron en los textos aprobados por la Iglesia católica, en particular
en los Cuatro Evangelios o Tetramorphos, tales como los nombres nunca
mencionados en la Biblia católica de los reyes magos Melchor, Gaspar y
Baltasar; así como la historia de Longinos, el que atravesó con
su lanza el costado de Jesús; la de la Verónica, que le
enjugó el sudor y la sangre a Jesús camino del Gólgotha
con un lienzo en el que quedó impreso el rostro del Salvador; los
nombres de Dimas y Gestas, la presentación de María en el templo
o el nacimiento de Jesús entre un buey y un asno. De particular
interés, en mi opinión, sería un resumen del libro de Los
Evangelios del teólogo
y filósofo alemán David Federico Strauss. Temas de
reflexión podrían ser por qué, si los reyes magos
representaban las tres partes que se pensaba tenía el mundo: Europa,
Africa y Asia, faltó el rey de otro continente cuya existencia sí
era conocida por los cielos, América, y por qué en ésta se
hallaron -esto se lo preguntaba asombrado el cronista de Indias, padre Acosta-
animales como la llama, la nutria o el tepezcuintle, que nunca habían
tenido oportunidad de subirse al Arca de Noé.
De una
antología de fragmentos de estos libros, de la cuidadosa y sabia
condensación de su meollo, y de la enseñanza de las principales
características de las grandes religiones, de la bondad y el amor en
ellas manifiestos, de su creencia o no en la vida eterna o en una integración
panteísta del alma al universo, de su afirmación en la
transmutación o la encarnación de las almas, de su tolerancia o
intolerancia hacia otras religiones, de su ecumenismo y de la forma en la cual
sus teorías y sus prédicas se han aplicado en la vida cotidiana a
lo largo de la historia, de sus triunfos y sus fracasos, sus aciertos y sus
errores, de su puritanismo o su apertura, su moderación o su fanatismo,
podremos obtener un más que interesante, maravilloso panorama del
pensamiento religioso del hombre sobre la tierra. Lo que equivale a decir un
panorama de una parte -la más importante, quizá, las más
resplandeciente- de su imaginación.
II. Dios, infierno
y paraíso
Ante la imposibilidad
de conocer todos los atributos que se han asignado a Dios como el Ser Absoluto
y Primordial en todas las mitologías y religiones que desembocaron en el
monoteísmo y que le dieron Brahma a los hindúes, Atón a
los egipcios, Yahvé o Jehová a los judíos y Alá a
los musulmanes, conviene limitarnos al Dios de los cristianos y, sin la menor
pretensión de enredar a los alumnos en argumentos teológicos,
darles a conocer por lo menos los cuatro grandes argumentos de la existencia de
Dios de la teología occidental cristiana: el Ontológico,
atribuido a San Anselmo; el Cosmológico derivado de Aristóteles y
Santo Tomás; el Teleológico y, finalmente, el argumento moral de
Kant. Sería, pienso, indispensable examinar las raíces maniqueas
del cristianismo en la medida en que se basa en el doble principio de la Luz y
las Tinieblas, y la consiguiente lucha eterna entre el bien y el mal. La idea
de un infierno y un paraíso está estrecha e indisolublemente
vinculada a este principio. La historia del infierno es muy antigua: los
griegos concibieron el hades,
y los judíos el gehenna; en el Apocalipsis de San Juan el infierno es un lago de
azufre y fuego, y tanto hindúes como budistas, zoroastrianos y
musulmanes, se imaginaron un lugar de terribles, inenarrables torturas para los
malvados, si bien en muchos casos, estos lugares parecen ser más bien
purgatorios temporales, lo que no ocurre en el cristianismo, a cuyos
pensadores, al menos durante siglos, no les repugnó la idea de la
existencia de un castigo eterno.
Cielos ha habido, hay
muchos, además de los paraísos terrestres que ha inventado la
fantasía, desde el Jardín del Edén y el País de
Jauja a El Dorado de los omaguas, pasando por las islas maravillosas de la
mitología germánica, donde corrían ríos de leche y
miel y, no faltaba más, también de cerveza. La historia del
cielo, de Colleen McDanell y
Bernhard Lang, constituye una preciosa fuente de conocimiento de las diversas
concepciones cristianas del cielo, que incluyen a la Jerusalén celestial
de la Iglesia Triunfante de muros y calles de oro y piedras preciosas; al cielo
como la reunión de contempladores inmóviles y perpetuos del Ser
Supremo; al cielo donde los bienaventurados, en una especie de Jardín de
las Delicias, recrean algunos -no todos- de los placeres terrestres, como la
danza y la risa, y el cielo de Martín Lutero, donde los insectos
más repugnantes despiden deliciosas fragancias y llueven monedas de oro.
Temas de
reflexión en las clases podrían ser la contradicción
fundamental entre el libre albedrío y la voluntad omnipotente de un Dios
que todo lo sabe y dispone, así como la limitante más grave de
esa omnipotencia: el hecho de que todo lo puede Dios, menos hacer que no haya
pasado lo que ya pasó, problema que el dicho popular expresa con
peculiar picardía: los palos dados, ni Dios los quita.
Historia de la
Iglesia
Como prólogo a
este capítulo, podemos referirnos a la historia de la influencia de las
religiones y los ritos paganos de la antigüedad en las creencias y la
liturgia católica, y en particular el culto al sol y los astros, del
cual encontramos todavía algunos rastros, como en la palabra inglesa Sunday o día del Sol, que es, también
el día del Señor, y en los nombres de los días de nuestra
semana: el lunes de la Luna, el martes de Marte, etc. Por lo demás, la
historia de la religión cristiana es, al menos durante muchos siglos, la
historia de la Iglesia, que reclama para sí el título de Santa, y
que se divide en Iglesia Militante, Purgante y Triunfante. La falta de espacio
nos obliga a acudir a un esquema limitado a los temas indispensables: los
primeros apostolados, las persecuciones y el martirio sufridos por los
cristianos de las Catacumbas, la fundación de la Iglesia y el Papado por
San Pedro; la conversión en el siglo iii de Constantino el Grande, que
instituyó el cristianismo como religión oficial del Imperio
Romano. La expansión en Europa de la doctrina y del poder pontificio que
culminó con el dominio de los Estados de la Iglesia y su pérdida
posterior. La reclamación, para el Papado, hecha por Inocencio I, de la
soberanía sobre toda la cristiandad occidental. La coronación de
Carlomagno como Emperador de Occidente por León III, inaugurando
así el Sacro Imperio Romano. La actuación excepcional de
Inocencio III. Los Papas de Aviñón. El cisma del siglo xv, que
provocó la existencia simultánea de tres papas y, por supuesto la
Reforma provocada por la corrupción de Roma -no puede faltar la
escabrosa historia de los Borgia- y la comercialización de las
indulgencias, motivos todos que dieron lugar al nacimiento de las primeras
ramificaciones protestantes creadas por los seguidores de Lutero y Calvino. La
diferenciación de los presbiterianos puritanos que prevalecieron en
Escocia y más tarde en Irlanda del Norte, en contraste con la
creación de otra Iglesia muy distinta, la Anglicana. La Santa
Inquisición, que merece un capítulo aparte. La conquista
espiritual de América y la obsesión catequizante española
derivada de la Contrarreforma. El nacimiento y evolución de algunas
órdenes como las de los jesuitas, los dominicos, los franciscanos. Las
Cruzadas y sus fundamentos más que religiosos políticos y
económicos, sus rotundos fracasos ante las fuerzas de los turcos y los
árabes, el saqueo de Constantinopla y la legendaria y
catastrófica Cruzada de los niños. Como temas aparte, se harían
referencias al intento de conciliación entre la ortodoxia cristiana y
Aristóteles, que dio como resultado el milagro de la Escolástica;
a la constitución del Estado de la Ciudad del Vaticano nacido del pacto
firmado en 1929 por Mussolini y Pío XI y con el cual han establecido relaciones
diplomáticas docenas de naciones. Al Dogma de la Infalibilidad Papal,
que data apenas de 1870, instituido por Pío IX, y que se refiere no a
todo lo que dice el Papa, sino únicamente a lo que proclama ex
cathedra, o sea desde la
silla de San Pedro, en cuestiones que atañen a la doctrina, la fe y la
moral. Pienso que, además, para todo católico resultará
interesante saber que durante más de 15 siglos, era costumbre que el
Papa nombrara cardenal de la Iglesia a cualquier laico no sacerdote, es decir a
quien nunca había recibido las sagradas órdenes y que, en
teoría al menos, cualquier varón católico, sin ser
sacerdote, podría, aun en nuestra época, ser elegido Papa.
El Santo Oficio
La historia del
cristianismo y con ella la de nuestra civilización occidental, no
estaría completa, desde luego, sin la historia de la Santa
Inquisición, cuyo Tribunal fue creado en 1229 en el Sínodo de
Toulouse, con objeto de descubrir y suprimir la herejía, y que con lujo
de crueldad y por medio de la denuncia, la cárcel, la tortura y la
hoguera, operó durante siglos en Italia, Francia, España,
Portugal y América. Las variadas manifestaciones de la herejía,
como el arrianismo, se dieron desde los primeros tiempos de la era cristiana y
a lo largo de los siglos destacaron entre ellas los docetistas, que afirmaban
que el cuerpo de Cristo era un fantasma; el gnosticismo y los ebionitas, que
aseguraban que Jesús era hijo carnal de María y José, y,
en fin, otras muchas, como el patripasianismo, el pelagianismo, el jansenismo y
el quietismo. La Inquisición sirvió para eliminar numerosos
movimientos disidentes, como las sectas espirituales y los begardos de
Alemania, y en España se dirigió en particular contra aquellos
moros y judíos, llamados marranos y conversos, que habían
renunciado al judaísmo y al Islam para abrazar la fe católica. De
paso le sirvió a la Iglesia y a la intolerancia para asesinar a
místicos, heterodoxos, francmasones, humanistas, bígamos,
blasfemos, homosexuales y autores e impresores de libros prohibidos. Prohibidos,
claro, por la Iglesia. Pocos ejemplos tan cruentos e inhumanos como las guerras
de religión en Francia y los asesinatos en masa indiscriminados de los
cátaros o albigenses franceses, los hugonotes -1572 fue el año de
la tristemente célebre Noche de San Bartolomé - y, más tarde la destrucción,
sin piedad, de los camisardos.
La historia de la
Inquisición en México es confusa, ya que en tanto el historiador
Luis González Obregón calcula que hubo 51 sentencias de muerte en
los 230 años que duró el Santo Oficio en nuestro país, hay
quien afirma que el número fue casi insignificante. Sin embargo, parte
indispensable de nuestro estudio sería el libro de Alfonso Toro, donde
se narra el caso de la célebre familia mexicana de los Carvajal,
mártires de la fe judía. He dicho varias veces antes, y no me
cansaré de reiterarlo, que no se entiende el espanto de los
españoles ante los sacrificios humanos de los aztecas, ya que
éstos obedecían a una lógica, macabra si se quiere, pero
lógica al fin, que era la de alimentar al Sol con la sangre de los
vencidos, en tanto que los cristianos torturaban y quemaban a sus hermanos en
nombre de un Dios todo misericordia. No hay que olvidar que en 1480, los Reyes
Católicos Fernando e Isabel le dieron un nuevo impulso a la
Inquisición, y que en 1492, aún estaba vivo el siniestro
Torquemada. Motivo de discusión, en clase, puede ser comparar la
imaginación inquisitorial aplicada a la invención de espantosas
torturas de una crueldad inconcebible, con la de aquellos que torturaron a Jesús
con azotes, una corona de espinas y la crucifixión, así como
comparar los padecimientos espirituales que sufrió el fundador del
cristianismo, con los millones de simples mortales que han sufrido lo que
él jamás sufrió, como la muerte de un hijo adorado, para
poner un solo ejemplo.
No estará
ausente de este programa, por supuesto, la relación de la violencia y la
crueldad ejercidas contra los cristianos y católicos en particular a
través de los siglos: las persecuciones de los primeros tiempos, antes
mencionadas; las matanzas de los católicos irlandeses de las que fue
responsable Oliver Cromwell, así como las atrocidades cometidas por los
republicanos franceses en las llamadas Guerras de la Vendée en Francia, iniciadas a finales del siglo
xviii, o las matanzas de cristianos a manos de los boxers chinos en los albores
del siglo xx. La historia de las persecuciones religiosas, es, desde luego,
inagotable, pero en un programa de estudios amplio sobre este tema la historia
del Holocausto sería, por supuesto, un tema ineludible.
III. La Iglesia en
México
La historia de la
Iglesia en el mundo, o en cualquier país en particular, merece que se
dedique un espacio considerable a aquellos que la han ennoblecido con su
generosidad y amplitud de alma, su bondad, su amor, sus sacrificios.
Así, en México, defensores de los indios como Las Casas, Antonio
Alcalde y Vasco de Quiroga y desde lejos, desde la Universidad de Salamanca,
Francisco Vitoria, que hicieron más llevadera la onerosa carga de los
vencidos, entre los cuales abundaban los indios que no deseaban irse al cielo,
porque allí se encontrarían, como en la tierra, con los
españoles, en tanto que historiadores como Sahagún y Clavijero se
encargaron de reivindicar los valores culturales prehispánicos. La
brillante labor de otros eclesiásticos, como la de Diego de Landa y la
de Juan de Zumárraga -inquisidor apostólico durante seis
años-, se vio empañada por su fanático celo contra lo que
consideraban idolatría.
Hechos que es
necesario tomar en cuenta: la expansión y consolidación de la
Iglesia durante la Colonia. Después, ya iniciada la guerra de
Independencia, la orden de la Constitución de Cádiz, parcialmente
vigente en nuestro país, en el sentido de que el catolicismo
sería la religión oficial de México a perpetuidad. La
ratificación que de esto hizo el Congreso Constituyente de 1823, ya
consumada la Independencia. La Reforma de Gómez Farías de 1833,
que entre otras cosas tenía el propósito de excluir al clero de
la instrucción pública. La intransigencia de la llamada
Constitución de las Siete Leyes, de 1835, en la que se estableció
que la nación mexicana no toleraría el ejercicio de ninguna otra
religión. Y, en fin, la Reforma juarista con todas sus implicaciones,
entre ellas la separación de la Iglesia y el Estado, la educación
libre, la libertad de cultos y el registro civil. Se haría una
relación de los conflictos entre la Iglesia y los liberales a
través del siglo xix, así como de la ruptura entre el imperio de
Maximiliano y la Santa Sede. Seguiría a esto un análisis de la
Iglesia en el porfiriato y durante la revolución y después de
ella, en una época en que varios delegados apostólicos fueron
expulsados del país, hasta llegar a las reformas salinistas, que
incluyeron la reanudación de relaciones diplomáticas entre
nuestro país y el Vaticano.
Sobra decir que se
estudiarán las opiniones de detractores y apologistas de Juárez,
a fin de que cada alumno se haga un juicio propio de este personaje. Para ello,
no sobrará hacer un repaso de los antecedentes europeos de la separación
de la Iglesia y el Estado, y recordar que Juárez, hasta donde yo
sé, nunca renegó de la fe católica. Por último el
tema de la Cristiada. Pienso que será fácil ponerse de acuerdo en
lo absurdo e inaceptable de las leyes que prohibían las procesiones
callejeras y el uso de hábitos sacerdotales y monjiles en
público, pero que otros aspectos de la llamada persecución
religiosa y la respuesta rebelde armada de los soldados de Cristo Rey se
prestan para debates enconados. En este caso, se podría pensar en
polémicas de expertos, televisadas, en circuito cerrado, transmitidas en
los planteles respectivos de toda la nación, que serían dirigidas
por moderadores que hicieran justicia a su título, esto es, que de
verdad sepan moderar los ánimos y la más que probable exaltación
de los participantes.
El culto mariano
Apenas pasado el
siglo en el que se inició la emancipación de la mujer, creo que
es necesario referirse al desprecio absoluto a la mujer que parece ser el
denominador común de la mayoría de las religiones. No se escapa
la hebrea, cuya feroz misoginia fue heredada por el cristianismo, como desde un
principio lo confirma uno de los personajes más grandes de la Iglesia,
San Pablo, en los versículos 11 y 12 del capítulo 2 de la Primera
Epístola a Timoteo: "La mujer aprenda en silencio, con toda
sujeción / porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer
dominio sobre el hombre, sino estar en silencio".
Sin que esta
misoginia haya desaparecido, como es evidente, parece haber sido atenuada por
los católicos, al crear, para la tranquilidad de su conciencia, el culto
mariano. El erudito estudio de Juan G. Atienza, al que antes nos
referíamos, nos da la oportunidad de conocer la historia de esa
devoción, profundamente arraigada y conocida también con un
nombre que rechazan de manera rotunda los católicos: la
mariolatría. Sería interesante señalar que algunos
pensadores aducen que el culto mariano, agregado al de los santos, le quita al
catolicismo el carácter de religión monoteísta. En lo que
a su historia se refiere, Atienza nos señala que apenas en el siglo vi
comenzó a conmemorarse en Jerusalén la Dormición, o
Tránsito de María, y que no fue sino 500 años más
tarde que se consolidó el culto a la Virgen en Occidente, mismo que tuvo
un primer auge en los siglos xii y xiii, coincidente con las Cruzadas y la
reforma cisterciense. Se introdujo así, en la religión
católica, el elemento sagrado femenino que, afirma Atienza, la ortodoxia
paulina jamás habría aceptado. Desde entonces, la Virgen
María "arrastra más multitudes que el recuerdo de su
hijo". Así, y al igual que en otras épocas que se pierden en
la noche de los tiempos, "la sacralidad se desplaza de la energía
fecundante del sol, a la silenciosa capacidad generadora de la tierra". La
actitud de las autoridades eclesiásticas respondió a la
aclamación popular. Vemos así que el culto a María no
surge del seno de la Iglesia: nace en el corazón del pueblo, pero, al
aceptarlo, la Iglesia rescata de paso el dogma de la virginidad de María,
y aquel que la liberaba del Pecado Original, proclamados por la Iglesia en el
431 y en torno al año 1000, respectivamente. Como sabemos, no fue sino
hasta 1950 que el Papa proclamó como dogma la Asunción de
María, o en otras palabras, su milagroso ascenso al cielo, en cuerpo y
alma. La palabra "Ascensión" se reserva para Jesucristo, el
Hijo de Dios. Pero, por otra parte, las Sagradas Escrituras mencionan otras
asunciones en cuerpo y alma: la del patriarca Enoc y la del profeta
Elías, en tanto que la de Moisés queda en duda, y los musulmanes,
como dijimos, mencionan una asunción temporal, en vida, de Mahoma.
Más adelante,
Atienza analiza la presencia de María en los cuatro Evangelios o
Tetramorphos. En San Mateo, sólo en una ocasión se menciona la
palabra "virgen", al citar el versículo 124 del
capítulo 7 de Isaías: "He aquí que una doncella ha
concebido y va a dar a luz un hijo y le pondrá por nombre
Emmanuel". Por lo demás, apenas si San Mateo se refiere a
María en dos o tres ocasiones. San Marcos, por su parte, jamás la
nombra en su Evangelio. San Juan se limita a hablar de ella sólo dos
veces: en las bodas de Caná, y en el Calvario. Y es sólo San
Lucas quien, para decirlo con las palabras de Atienza, ofrece "un hermoso
desagravio a la madre de Jesús". En efecto, en su Evangelio la
nombra como "Virgen" en lo que a la concepción de Jesús
se refiere, si bien más adelante habla de la madre "y los
hermanos" de Jesús -otros hijos que Lucas le adjudica a
María-, la califica de bienaventurada, y la hace entonar el
cántico que se conoce como el Magnificat, cuya autoría es adjudicada por la
leyenda al propio San Lucas, y para el cual han compuesto música
Palestrina, Marenzio y Bach, entre otros. Cabe aquí recordar que, tras
haber sido dedicada la ciudad imperial de Constantinopla, según algunos
historiadores, a la Virgen María, un grupo de conversos árabes de
la secta llamada de los "colyridianos", comenzó a adorar a
María con los ritos y creencias que antes se habían dedicado a
Astarté, antigua reina de los cielos de los fenicios, y que fue
necesaria la intervención de San Epifanio, para frenar lo que se
había transformado en verdad en mariolatría al indicarles que a
la Virgen se debía rendir el culto de "hiperdulía", es
decir, una veneración mayor que a los santos, pero menor desde luego que
la debida a la Santísima Trinidad, a la cual María no
pertenecía, ni pertenecería jamás, si bien algunas sectas
heréticas antiguas llegaron a considerarla como la Tercera Persona.
Atienza nos recuerda que la figura de María, la Virgen Madre del
Salvador, "tiene un protagonismo considerablemente mayor y más
significativo en los textos apócrifos que en los canónicos
oficiales". Es en ellos, como antes habíamos mencionado, que figura
la presentación de María en el templo, y su asunción a los
cielos en cuerpo y alma, y no en los que conocemos como los cuatro Evangelios.
Cabe recordar aquí lo que antes señalábamos, y es que los
mahometanos aceptan la virginidad de María.
No estará por
demás echar una ojeada sobre la historia de las apariciones de
múltiples vírgenes, cuyo número, tan sólo en
España, supera el centenar. Por su parte, es evidente que en un programa
de estudios sobre la historia de la religión no puede faltar el tema de
la Virgen de Guadalupe, cuyo primer santuario, como sabemos, se erigió
en el monte donde se adoraba a la diosa Tonantzin. La importancia de la
guadalupana como símbolo de la identidad mexicana; su empleo como imagen
unificadora (el cura Hidalgo enarboló su estandarte como bandera de la
insurgencia, y dio lugar así, entre otras cosas, a la guerra de las dos
vírgenes, ya que los realistas acudieron a su vez a la imagen de la
Virgen de los Remedios -como nos lo recuerda mi distinguido colega el
filósofo Luis Villoro-) son, desde luego, temas insoslayables,
así como la gigantesca dimensión que ha adquirido su culto en
nuestro país. No se olvidará tampoco que el primer presidente de
México, Félix Fernández, cambió su nombre por el de
Guadalupe Victoria. De gran interés también, aunque esto debe
tratarse con sumo cuidado y respeto, las polémicas sobre la autenticidad
de las apariciones. Cabría mencionar, al menos, el desacuerdo del
eminente historiador, filólogo y lingüista católico mexicano
Joaquín García Icazbalceta, y el célebre discurso del
ilustre mexicano fray Servando Teresa de Mier -cuya increíble,
fantástica vida aventurera merecería ser objeto de una o dos
clases-, quien el 12 de diciembre de 1794 en presencia del virrey, el arzobispo
de México y los miembros de la Audiencia, puso en duda las apariciones
de la Virgen de Guadalupe -lo cual le valió 10 años de destierro
en Santander-, para no hablar del abad Schulenburg, cuyas declaraciones sobre
la inexistencia de Juan Diego fueron objeto, por razones de todos conocidas,
más que de debate, de ludibrio. La canonización de Juan Diego,
sin duda, acentuará el interés sobre este tema, y al mismo tiempo
podemos prever que lo hará más delicado de tratar.
No estaría por
demás que los estudiantes supieran que Guadalupe es un vocablo
árabe que según entiendo significa "río de
lobos", que en la villa de Guadalupe, en Cáceres, España, se
venera desde el siglo xiii otra Nuestra Señora de Guadalupe, cuya imagen
fue hallada por un pastor, y que en un templo de la ciudad de Tlaxcala existe
la devoción de una Virgen de Guadalupe muy diferente a la que conocemos,
que se apareció a un Juan Diego distinto al que se le apareció la
virgen del Tepeyac.
IV. La
teología de la liberación
Considerada la
teología como la ciencia que trata del conocimiento de Dios y sus
atributos, su ejercicio por parte de grandes pensadores -Platón y
Aristóteles en sus orígenes, San Agustín, San Bernardo de
Claraval, Tomás de Aquino, San Buenaventura, Duns Scoto, Melanchton,
Francisco Suárez, Karl Barth- le ha dado al mundo algunos de los escritos
más admirables y complejos de la historia. De aquí que se le
niegue el carácter de "teología" a una doctrina, como
la de la "liberación", cuyos postulados y razonamientos, cuyas
premisas, parecen pecar de simples y elementales, carentes de misterio y
hermetismo.
Pero, por un lado,
guste o no, ese movimiento ha pasado ya a la historia -lo que no quiere decir,
si se me perdona la aparente redundancia, que haya pasado al pasado- con ese
apelativo: el de teología. Por el otro, no pienso que debamos despreciar
su sencillez, sus bondades, su pragmatismo, que, en mi opinión, ganan
tanto al comparárseles con la vacuidad y gratuidad de los devaneos en
los que han caído algunos de los teólogos más insignes, al
bordar en el aire sobre ángeles, arcángeles, serafines y
jerarquías, limbos, infiernos y purgatorios, sin haberse puesto
jamás de acuerdo en el número de ángeles que caben en la
punta de un alfiler.
Por último, si
por ciencia se entiende "un cuerpo de doctrina metódicamente
ordenado que constituye un ramo particular de los conocimientos humanos",
tal es la definición que nos da el diccionario, no le será
posible nunca a la teología llegar o acercarse siquiera al conocimiento
de un Dios que es por definición incomprensible, inefable, inasible,
inabarcable. En todo caso se supone que ese conocimiento -o la sombra de
él- se adquiere mediante una relevación que, según afirma
la iglesia, puede darse lo mismo en los doctos que en los ignorantes y los
humildes.
Me resulta casi inconcebible que un estudiante mexicano de educación media superior no conozca, así sea a grandes rasgos, los orígenes y la evolución de ese movimiento que, enterrado -como muchos afirman- o a flor de tierra y palpitante, dormido apenas -como yo creo que está-, marcó un hito en la historia de Latinoamérica.
Durante una infinidad
de siglos, la Iglesia defendió lo que se consideraba un orden
establecido por la voluntad de Dios, conocida ésta a través de la
revelación en el sentido de que los ricos eran ricos y los pobres,
pobres, los privilegiados, privilegiados y los oprimidos, oprimidos, porque
ése era el deseo, el designio, inescrutable, del Creador. Más
allá de la muerte, las cosas serían distintas: de los pobres de
espíritu sería el reino de los cielos, del cual estarían
excluidos los ricos, pues más fácil sería pasar un camello
por el ojo de una aguja, que permitir el ingreso de un rico al paraíso.
El hambre, la miseria, la opresión, la desesperanza sobre la Tierra:
para todo había una versión particular del cielo que todo lo
compensaría.
Sin embargo, tras
haberse multiplicado en ese mundo, en este planeta, los atisbos de un infierno
no futuro, sino presente, una parte de la Iglesia católica
comenzó a preguntarse si en verdad es la voluntad de Dios que los pobres
sean pobres y los ricos sean ricos. Después de todo, si no se mueve la
hoja de un árbol sin la voluntad de Dios, y la teología tiene
como objeto y fundamento la verdad revelada, ésta bien podría
manifestarse a algunos fieles como una voluntad distinta a la que siempre se le
había atribuido al Creador.
Ese fue el caso, sin
duda, de algunos sacerdotes.
En los programas de
estudios de enseñanza media superior, debería enseñarse
cómo fue que una parte de la Iglesia de América Latina
comenzó a tomar conciencia de las espantosas realidades de nuestro
continente, y de la posibilidad de combatirlas. Cómo fue que en la
primera reunión plenaria de la Conferencia Episcopal de América
Latina, que se efectuó en Río de Janerio en 1955, se
comenzó a reconocer los gravísimos problemas sociales del
continente, y cómo, en 1967, en su encíclica Populorum
Progressio, que fue
calificada por el Wall Street Journal como "marxismo recalentado", el papa Pablo VI
hizo una fuerte crítica contra el orden económico internacional,
y afirmó que el progreso humano es una evidencia de la labor de Dios en
la Tierra.
A esto siguieron la
segunda plenaria de la CELAM, en Medellín, Colombia, en la cual los
obispos denunciaron la violencia institucionalizada y exigieron cambios
radicales y rápidos, profundos, y en 1971 el Sínodo Mundial de
Obispos, el cual señaló que la obligación de luchar por la
justicia está implícita en el Evangelio.
En esas dos
décadas -los sesenta y los setenta- el florecimiento de cruentas
dictaduras latinoamericanas y con ellas el terror ejercido por ambas partes,
opresores y oprimidos, fortaleció esa toma de conciencia, colectiva por
una parte de la Iglesia, individual por parte de los primeros enunciadores de
la Teología de la Liberación: poco antes de Medellín, el
sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez esbozó los postulados de la teoría,
pero a la teoría se había adelantado el sacerdote colombiano
Camilo Torres, muerto en combate en febrero de 1966.
Torres fue una entre
muchas víctimas de la violencia -en su caso, como en el de otros, de la
ajena y la propia-: según Phillip Berryman, en su libro Liberation
Theology, tan sólo
entre 64 y 78 hubo en América Latina 41 sacerdotes asesinados -seis de
ellos guerrilleros-, 22 desaparecidos, 485 arrestados, 46 torturados y 253
expulsados de sus países. No figuró en esa lista, por haber sido
asesinado en 1980, el arzobispo Oscar Romero, de El Salvador, y tampoco, desde
luego, monseñor Gerardi, de Guatemala.
No formaría
parte de esta enseñanza, desde luego, el elogio a la violencia, aunque
no estaría por demás recordar el apoyo abierto de la Iglesia a
"las guerras justas" en las que ha intervenido directa o
indirectamente a lo largo de la historia, y el hecho por demás
significativo de que algunos de los principales caudillos de nuestra guerra de
independencia, como Hidalgo, Morelos y Matamoros fueron sacerdotes que se
levantaron en armas, así como lo que dicen ciertos textos sagrados. Por
ejemplo, el Eclesiástico -no el Eclesiastés: el Eclesiástico, libro
canónico del Antiguo Testamento-, el cual, en el versículo 22 del
capítulo 34 dice:
"Mata a su
prójimo quien le arrebata el sustento: vierte sangre quien le quita el
jornal al jornalero."
La historia de la
Teología de la Liberación nos proporciona abundantes ejemplos de
sacerdotes que en su lucha contra los caciques y los gobiernos, los terratenientes,
las empresas multinacionales, los asesinos, los militares y los paramilitares,
nunca se levantaron en armas y acudieron tan sólo a "la espada de
Dios, que es su palabra", como el propio Romero, Hélder
Câmara, Méndez Arceo, Leonardo y Clodovis Boff, Ernesto Cardenal y
otros más.
Motivo de
análisis deberán ser, por supuesto, en estos programas, los
argumentos de los más importantes detractores de la Teología de
la Liberación, con objeto de determinar, en lo posible, si son
sustentables las acusaciones de quienes han considerado a sus abanderados como
comunistas.
Yo diría que,
en principio de cuentas, no es ateísmo lo que se les puede endilgar:
sucede que esos sacerdotes, muchos de los cuales probablemente nunca leyeron a
Hegel, Marx, Lenin o Gramsci, encontraron una coincidencia entre el
propósito del marxismo y el cristianismo de luchar por una sociedad
más justa, y pensaron que algunos de los principios económicos
del marxismo no eran incompatibles con el Evangelio. El fracaso rotundo de los
regímenes comunistas de Europa no invalida el objetivo en el que se
resumen todas las aspiraciones: justicia social.
V. La actualidad
Pienso que ya ha
quedado claro a estas alturas que estoy lejos de ser imparcial, y que, hasta
cierto punto, y en ciertas cosas, no sólo no deseo, sino que me
sería imposible serlo. En mi opinión, si la imparcialidad es una
virtud, la imparcialidad absoluta es una imposibilidad.
Enseñar la
historia del pensamiento religioso es y será siempre materia de
polémica y controversia, en la medida en que las religiones influyen en
el comportamiento individual y colectivo, y establecen normas que en ocasiones
entran en franco conflicto con algunos objetivos de gobiernos y sociedades
considerados como progresistas. Lo ideal sería invitar a profesores y
catedráticos de tendencias distintas, y a veces opuestas, en un intento
de lograr un equilibrio razonable o, ante la imposibilidad de llevarlos a todos
los planteles, promover, como antes señalábamos, debates por
televisión en circuitos cerrados nacionales. Sin embargo, creo que hay
posiciones irrenunciables, y que en la docencia jamás deberíamos
claudicar ante el oscurantismo, que desde luego incluye, entre otras cosas, el
racismo, la irracionalidad y la coerción de la libertad.
Una enseñanza,
pues, como la que yo propongo, no presumiría jamás ser
dueña de la verdad, pero al mismo tiempo le negaría derecho a
toda religión, secta o culto, de proclamarse como su propietario.
Para ello,
será siempre útil analizar el estado actual de las religiones en
el mundo y en particular en nuestro país, en su relación con los
cambios sociales, morales y políticos de la época. Por supuesto
la actualidad de 2015 será muy distinta a la nuestra, y la de 2040 muy
diferente a la de 2015.
Podríamos,
para estudiar nuestra actualidad, la que hoy vivimos, extenderla, digamos a
unos diez años. La magnitud de la catástrofe del pasado 11 de
septiembre y de las sombrías consecuencias que sufrimos, y que
probablemente sufriremos por mucho tiempo más, ha colocado este
trágico e impensable suceso en el centro de nuestra actualidad, y por lo
mismo en un programa como el que propongo sería obligado analizar sus
causas, por demás complejas, y tratar de separar aquéllas de carácter
político y económico de las meramente religiosas, si es que tal
cosa es posible.
El conflicto del
Medio Oriente entre Israel y Palestina no podría estar ausente de un
programa de la actualidad religiosa en el mundo, y en particular como una de
las causas del atentado terrorista contra las Torres Gemelas del World Trade
Center.
El espacio no me
permite extenderme sobre este asunto, que tantas implicaciones tiene. Pero
haría falta señalar, por lo menos, algunos factores. Uno de
ellos, el odio que Estados Unidos se ha ganado con sus políticas
intervencionistas en gran parte del mundo, por un lado, y por el otro el
fenómeno de los fundamentalismos musulmanes de hoy día, como el
argelino y el shiíta, derivados algunos de teocracias y regímenes
retrógradas en grado inconcebible, como, precisamente, el
talibán.
En un país
como el nuestro, donde a diferencia de naciones como el Reino Unido, Francia,
Alemania y el propio Estados Unidos la inmigración musulmana y la
conversión al islamismo son casi inexistentes, se podrá analizar,
con calma y cierta distancia, las peligrosas características de esos
fundamentalismos.
La idea, por ejemplo,
de que todo musulmán que perece en una guerra santa asciende
directamente al paraíso; los diversos grados de marginación y
esclavitud de la mujer según los distintos países
islámicos, y la intolerancia que ha llevado a ofrecer una cuantiosa
recompensa a quien dé muerte a escritores como Salman Rushdie.
Otros problemas
actuales merecerían también la atención, sobre todo porque
se presentan como conflictos religiosos sin serlo. Tal, la situación en
Irlanda, donde las facciones católicas y protestantes se enfrentan no en
defensa de creencias y dogmas -como podrían ser los del culto mariano-,
sino por la conquista del poder, en una lucha alimentada por la intolerancia y
rancios rencores. Asimismo, la pertinaz beligerancia entre hindúes y
sikhs.
Otros temas a tratar
serían la actitud de las Iglesias bautistas, que en 1997 instaron a sus
15 millones de feligreses a un boicot contra la empresa Disney, por la decisión
de ésta de proporcionar beneficios médicos a las parejas de sus
empleados homosexuales, contrastada con la posición de la Iglesia
anglicana, la cual no sólo permite desde hace tiempo que se ordenen
mujeres, sino que, hace unos meses, dio su plácida aquiescencia para que
uno de sus sacerdotes, divorciado y padre de una hija, se sometiera a una
operación quirúrgica que lo convirtió en una sacerdotisa
que continúa desempeñando su ministerio con la aprobación
tácita de sus feligreses.
Otro tema: la decisión,
en 1997, de los llamados Discípulos de Cristo en apoyo de la
oposición de la Asamblea General de las Naciones Unidas al embargo
contra Cuba, decisión en la cual al mismo tiempo se exhortó al
retiro de las tropas estadounidenses de Okinawa, y se hizo hincapié en
la importancia que tiene la ciudad de Jerusalén para judíos,
musulmanes y cristianos por igual.
En el campo de la
irracionalidad debería también ser materia de estudio la actitud
de sectas -entre ellas la autodenominada de la scientología-, cuyos
miembros rechazan para ellos y sus hijos médicos y medicinas, y a causa
de la cual han ocurrido cientos de muertes, muchas de ellas de criaturas
inocentes.
Vale también
la pena reflexionar sobre el hecho de que, aunque parezca mentira, la
teoría de Darwin sufre graves ataques en varias partes de Estados
Unidos, y no estaría por demás plantear en clase si los
días de Dios se miden en horas terrestres o en eternidades, y valorar el
hermoso pensamiento que, según un servidor, se atribuye a Tomás
de Aquino: "Un poco de ciencia aleja de Dios, un mucho de ciencia acerca a
Dios".
Será
quizás necesario, en un futuro próximo, considerar algunos
cambios en el vocabulario, ya que palabras como "secta" y
"culto" han adquirido cierto sentido peyorativo, en tanto que en
América Latina -México desde luego comprendido- diversas
ramificaciones cristianas, llamémoslas así, han creado zonas de
influencia importantes, cuya crónica y geografía están por
hacerse, como la Iglesia de la Luz del Mundo, los adventistas del Séptimo
Día, los metodistas, los anabaptistas, los pentecostales, los hijos de
Jehová y otras más, cuyo estudio, en virtud del número
considerable de fieles con los que cuentan en México, y la
persecución de que han sido objeto muchos de ellos -por ejemplo, en
Chiapas- requerirá toda la comprensión y el respeto posibles.
Desde luego, el
panorama religioso de México no estará completo sin el
conocimiento de la historia del judaísmo en nuestro territorio; sin la
historia de los menonitas, a quienes en la década de los veinte el
presidente Obregón concedió privilegios excepcionales -de los que
ignoro si aún gozan- como la exención del servicio militar y la
creación de un orden económico autónomo, y sin un vistazo
al panorama del sincretismo religioso producto de las bodas -bodas, a veces, de
sangre- de creencias ancestrales de nuestros diversos grupos étnicos con
el cristianismo.
Asimismo, no
saldrá sobrando que nuestros estudiantes conozcan, así sea a
vuelo de pájaro, la historia escandalosa de los llamados "tele-evangelistas"
de Estados Unidos, amasadores de enormes fortunas a costillas de la fe y la
ingenuidad de millones de televidentes, como Billy Graham, por mencionar
sólo a uno de ellos, y que tengan presentes los llamados "cultos
apocalípticos", que en las últimas décadas han
desembocado en lamentables suicidios masivos: el de Jim Jones y sus seguidores
en la Guayana, en 1978; el de Marshall Applewhite y sus fieles en San Diego, en
1997; el caso de los "davidianos", discípulos de David Koresh,
que cuatro años antes, en 1993, desembocó en el oscuro drama de
Waco, Texas, y la tragedia, más reciente, que tuvo como escenario
Uganda. Lo mismo, las complicidades del célebre mister Moon con la CIA
(Agencia Central de Inteligencia estadounidense).
La actitud de la
Iglesia en Latinoamérica, y en particular en nuestro país, en lo
que concierne a la oposición al uso de anticonceptivos, actitud que
está lejos de favorecer algunas políticas demográficas y
de salud aplicadas a la prevención del desmesurado crecimiento de la
población o de enfermedades como el sida, debe también ser objeto
de un análisis mesurado y de un debate respetuoso. Más delicado
es aún, pero a mi parecer inevitable, abordar el tema del aborto, sus
modalidades y la ley en México y otros países del mundo al
respecto.
Inmenso como parece
este programa, y pese a que muchas cosas se quedaron en el tintero, pienso que,
como asignatura que se llevaría a lo largo de seis años de
primaria, tres de secundaria y tres de preparatoria, es no sólo
factible, sino que de paso nuestros estudiantes algo, o mucho,
aprenderían de historia y geografía, costumbres y leyendas,
literatura e idiosincrasia de las naciones del mundo. No sería
ésta una enseñanza, desde luego, que fuera del gusto de los
fariseos y mercaderes modernos y no faltarán los educadores y pedagogos
que aducirán que un proyecto de esta naturaleza contiene un exceso de
conocimientos, muchos de ellos fuera del alcance de la comprensión de
los alumnos.
Quisiera subrayar que
una actitud semejante, de ocurrir, no se diferenciaría gran cosa de la
política general de la televisión mexicana, abocada al
empobrecimiento de las ideas y del lenguaje, y deseo recordar que precisamente
uno de los objetivos de la educación es el entendimiento. El
entendimiento de las cosas, y el entendimiento de los demás.
Si esta
enseñanza se da y se aprende con modestia y honestidad, con respeto, no
estará jamás peleada con la poesía y la belleza, con la
bondad, con la tolerancia o con las verdades y creencias personales, y mucho
menos con los principios cristianos.
Una acerba
polémica, tan antigua como la Iglesia, parece haber sido al fin zanjada.
Se afirmaba que ningún ser humano que creciera fuera de la fe cristiana
encontraría la salvación. Esto comprendía a todos los
cristianos nacidos antes de Jesús, y el propio San Agustín
afirmó que incluso los niños no bautizados serían
víctimas del fuego eterno.
Pero ahora el papa Juan Pablo II ha declarado que la salvación está destinada a todos los justos de la Tierra, es decir, a los creyentes de todas las religiones y lo mismo a agnósticos y ateos. De modo que, en tanto se imparta con la mayor ecuanimidad posible y se reciba con una generosa apertura de espíritu, esta enseñanza tampoco estará reñida con el paraíso.