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Después del 11 de septiembre de 2001 el Gobierno
de EEUU pretende imponer un nuevo orden mundial, un "Estado imperial
sin fronteras". En nombre del terrorismo -y en el de Dios-, levanta
las banderas que justifican el incremento de "guerras preventivas"
como caminos para garantizar el sometimiento al "imperio", por
el control de fuentes, recursos mineros y energéticos en diversas
partes del mundo. Un régimen que desconoce las con-quistas logradas
históricamente por los movimientos sociales, el Estado Social de
Derecho y las libertades ciudadanas, que olvida que detrás de la
guerra -incluso del terrorismo como una de sus expresiones- hay factores
estructurales, como la concentración de las riquezas, la desigualdad
social
En Colombia, es urgente promover y fortalecer la solidaridad con hombres
y mujeres que necesitan prote-ger la vida y velar por los derechos humanos,
rodear y acompañar procesos sociales, profundizar las alianzas
en el trabajo nacional e internacional para crear nuevas confianzas que
posibiliten "un acuerdo humanitario por la vida". Se trata de
unir voluntades para que la socie-dad civil con sus acciones pueda contrarrestar
la actual intervención de EEUU en los asuntos internos del país,
y aunar esfuerzos nacionales para la recons-trucción de un Estado
Social de Derecho en crisis, bus-cando activa y colectivamente salidas
políticas al conflicto social y armado.
Frente a esa realidad, las palabras de Monseñor Romero refiriéndose
a las declaraciones de Medellín, resuenan con toda vigencia: «En
América Latina hay una situación de injusticia, una violencia
institucionaliza-da... Dondequiera que hay una potencia que oprime a los
débiles y no les deja vivir justamente sus derechos, su dignidad
humana
allí hay situación de injusticia. Si el desarrollo
es el nuevo nombre de la paz, los pueblos que viven en subdesarrollo son
una provocación continua de violencia. Y es natural, hermanos,
que en una violencia institucionalizada, que sea ya un modo de vivir,
no se quiera ver las maneras de cambiarla, y que haya brotes de violencia.
No puede haber paz. Si de verdad hay deseo de paz y se conoce que la justicia
es la raíz de la paz, todos aquellos que pueden cambiar esta situación
de violencia están obligados a cambiar».
Esta declaración nos llama a tomar conciencia crítica contra
todas las violencias y a trabajar colectivamente por la justicia, ante
los signos claros del sometimiento imperialista. Ya lo hemos vivido en
otros países. Ahora tenemos mayor responsabilidad y conocimiento
para reaccionar a tiempo.
Asunto clave, que no será fácil hasta que se logre dar respuesta
a realidades complejas, como recuerda la teóloga Carmiña
Navia cuando se deja interrogar por ella y se pregunta en voz alta: «¿Qué
palabra decir a las mujeres que en los barrios, salen cada mañana
a buscar para repartir un pan escaso? Salen cada mañana a buscar
un refugio lejos de cualquier arma para el hijo que recién abandona
su niñez, para el hombre cuyo cuerpo cansado del hambre y de la
guerra sueña con refugios distintos».
La realidad colombiana está íntimamente ligada a los acontecimientos
internacionales: la invasión a Irak por la coalición EEUU
- Reino Unido - España, con el gobier-no de Colombia como uno de
los pocos aliados, nos reafirma la práctica imperial de EEEUU,
cuyo prepotente ejercicio mereció el repudio y la movilización
social en todos los rincones del planeta.
Estando en la década de la cultura de la paz, decla-rada por la
UNESCO, se impuso la fuerza de las armas por sobre las Naciones Unidas
y el ordenamiento jurídico internacional, violando todos los tratados,
pactos y convenciones. Posponiendo, además, asuntos vitales que
se suponían eran parte de la agenda interna-cional: el desarrollo
integral, los derechos humanos, la lucha con-tra la pobreza y la discriminación,
el medio ambien-te, etc. Con ello, una subordinación a la agenda
de Washington, con una serie de costos impredecibles frente a la región
Latinoamericana, el Foro de los No Alineados, y dejando fisuras en buena
parte de la Unión Europea.
Al mismo tiempo, este acto genocida del Gobierno de Estados Unidos es
una alerta para nuestro Continente, para Colombia y para la manera como
se pretende en adelante dirimir los conflictos. Estados Unidos, en aras
de afirmar su modelo neocolonial de extracción de recursos naturales,
energéticos y su acondicionamiento económico, profundiza
el armamentismo en la región con la presencia de sus tropas, las
bases militares y el entrenamiento de cuerpos policiales locales. Todo
ello, señalado en el Plan Cabañas en Argentina, el Plan
Digni-dad en Bolivia, el Plan Colombia, el Plan Cobra en Brasil y el Plan
Nuevo Horizonte en Centro América. Es clara ahora, la relación
de esta práctica armamentista con el impulso al modelo económico
a través del Plan Puebla-Panamá; la Iniciativa Regional
Andina, el ALCA y el Plan Andino mesoamericano, que, además, son
expresiones de los intereses de las transnacionales y organismos multi-laterales
como el FMI, OMC y BM.
En Colombia llevamos mucho tiempo a la espera de una salida política
autónoma, sin intervencionismos. Ahora, el nuevo gobierno intenta
superar el conflicto por la vía de la fuerza. En esta situación,
nos hemos pasado gran parte de nuestra historia reciente. Factores como
la crisis económica, el narcotráfico y la degradación
del conflicto, nos exigen buscar la salida política. De los 13
presidentes consecutivos (14 con Andrés Pastrana, 15 con Uribe
Vélez, 19 si contamos a los «cuatrillizos» de la Junta
Militar) que le han declarado la guerra a la subversión, ninguno
la ha ganado. Por el contrario: la subversión ha crecido con la
guerra y en gran parte gracias a ella.
El contexto internacional agudizado con la narco-tización y la
política «antiterrorista» en las relaciones internacionales,
no permite vislumbrar a corto plazo, una salida política al conflicto
social y armado que vive Colombia, con altos costos humanitarios. La aplicación
del modelo de «seguridad democrática» basado en la
«contención de los violentos» profundiza la crisis.
En los últimos 15 años, podemos contar cerca de 3 millones
de personas desplazadas, 5.080 desaparecidas, 3000 secues-tradas y 32.0000
asesinadas anualmente. La violencia de genero se intensifica, se empeora
la situación de niños y niñas, una realidad cruzada
por una emergencia humani-taria casi desconocida para el mundo y en muchos
casos para nuestras hermanas y hermanos en el Continente.
La presión del gobierno de Estados Unidos sobre el actual gobierno
colombiano, se expresa en factores como la implementación de «políticas
autoritarias y bélicas» para el tratamiento del conflicto
y el fortalecimiento del paramilitarismo por diferentes vías. Se
incrementa el rubro presupuestal para el gasto militar, lo que afecta
a la inversión económica, social y cultural, y profundiza
la exclusión, la inequidad y la marginalidad. El mayor impacto
negativo -como en muchas otras situaciones de reducción de fondos
de inversión social ya comprobadas y estudiadas- recae en las mujeres
y los niños. También, se intensifica la impunidad, la debilidad
en la aplicación del sistema de justicia, con cambios y reestructuración
en la dinámica del conflicto armado, lo cual incide en mayores
controles sobre los migrantes, violaciones de los derechos humanos y del
derecho internacional humani-tario y de algunos de los instrumentos jurídicos
interna-cionales ratificados por Colombia.
En ese marco, el poder de los medios de información, favorece y
fortalece el imaginario colectivo del poder del lenguaje y de los símbolos
que se construyen sobre la necesidad de la guerra, influyendo sobre la
sociedad en esa tendencia favorable a la salida de fuerza, ignorando la
paz como derecho de los pueblos. Por eso demanda-mos la responsabilidad
de no manipular la información, de ser imparciales, éticos
y de abrir espacios para que las voces silenciadas de la sociedad se expresen.
Colombia está en el eje del «Imperio» que amenaza nuestra
soberanía. Desde Colombia, se pretende contro-lar el destino político
y los recursos de los pueblos hermanos; en especial las esperanzas que
se construyen en Venezuela, Bolivia, Brasil y Ecuador. La resistencia
de la sociedad es la esperanza que nos habita en tiempos de "oscuridad".
Reconocemos las expresiones diversas del pueblo estadounidense que nos
apoya y se manifies-ta contra la política imperial.
Hacemos un llamado a la comunidad internacional a mantener y fortalecer
la cooperación en el respeto del Estado de Derecho, a la solución
política de los conflic-tos sociales, a conocer las causas de los
conflictos nacionales, a cuestionar la aplicación de la fuerza
para someter a los pueblos impediendo el ejercicio de su soberanía
y sus modelos propios de gobernabilidad. La imposición que se pretende,
nos da pautas para recupe-rar la memoria histórica, reaccionar,
movilizarnos, tener la capacidad de conmovernos y mantener la hermandad
entre personas y grupos de diversos países: se trata de un desafío
ético y colectivo, porque estamos convenci-das y convencidos de
que "otro mundo es posible" y viable, como respuesta a los miles
de atropellos globales actuales.
Las historias de vidas y trabajos, las huellas de hombres y mujeres que
hacen de la resistencia activa una manera de enfrentar y transformar violencias,
así como la memoria de cada una de las luchas por la verdad, la
justicia y la reparación en América Latina, nos dan la confianza
en una unidad latinoamericana, con pueblos hermanos de otros continentes
que acompañen este derecho y este deseo de paz del pueblo Colombiano.
Creemos en la esperanza que día a día se construye, a pesar
de la desesperanza que se nos quiere imponer por los medios de comunicación,
y creemos en la dignidad humana, capaz de escuchar el clamor por la paz.
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