|
La racionalidad del capital es acumular a partir de beneficios.
Sólo lo podrá hacer bajo dos modalidades y ambas se están
agotando hoy día en forma simultánea. O sea, estamos ante
el ocaso del capitalismo. Ello inmediatamente levanta la pregunta, ¿y
cuál es la alternativa? Del agotamiento de la racionalidad capitalista
brota una nueva racionalidad económica. Vislumbrar el ocaso del
capitalismo permite entonces vislumbrar la racionalidad alternativa poscapitalista.
El capital, o acumula a partir de inversiones productivas que contribuyen
al crecimiento de la economía en su conjunto, es decir aumentando
el PIB, o acumula de manera improductiva, es decir, sin contribuir al
crecimiento económico, sino a partir de la obtención de
un trozo creciente del mercado y de la riqueza existentes. La primera
modalidad se dio durante los años cincuenta y sesenta del siglo
pasado. Surgió después de medio siglo con dos guerras mundiales
entre las potencias por el reparto del mundo. En vez de lograr un reparto
a favor de una potencia, la primera guerra mundial fraccionó al
mercado mundial con la aparición del socialismo real. La segunda
guerra lo fraccionó aún más con el avance del socialismo.
En los años noventa el bloque socialista desapareció. El
reparto del mundo entre transnacionales avanzó como nunca se había
visto antes. A fines de los noventa las transnacionales absorbían
el 50% del mercado mundial frente a 25% dos décadas antes. A partir
de este auge transnacional se acentúan las apuestas en el mercado
bursátil. La inversión especulativa disparó la bolsa
de valores. Esta acumulación virtual tiene vida corta.
Hacia fines de los noventa las dos modalidades de acumulación real
se agotan. La inversión improductiva resta fuerza al crecimiento
mundial y se torna negativa. Es decir una recesión mundial se anuncia.
El reparto del mercado mundial se estancó por los desacuerdos entre
las potencias. Al secarse así las ganancias reales de las transnacionales,
el mercado bursátil se desploma. La acumulación virtual
también se esfuma. Mucha empresa se endeudó con ello. Las
deudas son reales, las ganancias virtuales. Así se anuncia una
crisis del gran capital. Las primeras transnacionales se desploman (WorldCom
y Enron). Ante la crisis surge la opción: o se cambia de rumbo
o se torna más agresivo el reparto del mundo. Lo primero resulta
más sensato, lo segundo más probable.
Un nuevo avance en el reparto implicaría pérdida de ciertos
mercados de unas potencias en beneficio de otras. Los desacuerdos entre
las potencias se hacen patentes a partir de Seattle en 1999 en el seno
de la OMC. Desde entonces las potencias no logran ponerse de acuerdo.
Se manifiesta la crisis del neoliberalismo y con ello de la ideología
única. Otro mundo no sólo parece posible sino necesario.
Esto se afirma hasta en la élite de poder (Stieglitz, Soros). El
movimiento social contra la globalización nace sobre esta contradicción
y reivindica otro mundo posible. Aparece el Otro Davos en
1999 que luego desemboca en el Foro Mundial Social que se ha convocado
anualmente en Porto Alegre desde enero de 2001.
A partir del 11 de setiembre de 2001 entramos en una guerra global por
el reparto del mundo. El atentado sirvió para iniciar un reparto
mediante la guerra en beneficio de la «cultura elegida»: Occidente
contra Oriente en una batalla de civilizaciones. La economía de
Japón se hunde, sin embargo Occidente no se recupera. No hay lugar
ni para todas las transnacionales occidentales. Con la guerra en Iraq
se vislumbra la guerra de EEUU contra el mundo entero en beneficio de
la «nación elegida». Las fisuras en NNUU, en la OTAN,
en la Unión Europea y al interior de las naciones, anuncian un
sálvese quien pueda a costa de no importa quién.
El nacionalismo y el neofascismo en el reparto del pastel no harán,
más que profundizar la recesión económica y mundializar
al movimiento social. Los 15 millones de ciudadanos que manifestaron contra
la guerra el 15 de febrero de 2003 son su primer testimonio. La lucha
social por el «otro mundo posible» no ha cesado desde entonces,
y más bien asciende conforme pasa el tiempo.
Triunfar militarmente en la guerra no significa todavía ganarla.
Si no se logró el objetivo económico, la guerra se perdió.
Con la guerra global por el reparto del pastel mundial, este se encogerá.
Al encogerse el mercado mundial, la repartición bélica se
torna aún más dura para poder salvar la acumulación
en la «nación elegida». Crece la consciencia de que
en este «sálvese quien pueda» nadie se salvará.
Cuando se profundicen el nacionalismo y el proteccionismo, el mercado
mundial no sólo se encogerá, sino además se fraccionará.
Esta tendencia acelerará la muerte de muchas transnacionales que
acapararon más del 50% del mercado mundial. Con ello, el colapso
del capitalismo está ya a la vista.
Así como se nacionalizó la banca, el ferrocarril o los servicios
públicos después de 50 años de reparto mundial en
el siglo pasado, estamos ante una nueva ola de control ciudadano no sólo
sobre los servicios públicos privatizados en cada nación,
sino además sobre centenares de empresas transnacionales en quiebra.
No valdrá la pena salvar unas (McDonalds); otras sí (aerolíneas).
Este control ciudadano sobre los medios de producción a nivel mundial
es inevitable para desarrollar una economía en función de
la vida misma en cada localidad y cada nación. Implica la muerte
de la racionalidad del capital transnacional, aunque aún no la
del mercado. Queda por preguntar: ¿será posible que el capital
se salga una vez más con la suya, incluso aunque sea más
fuerte todavía la intervención de la sociedad civil? Es
decir: ¿es posible un keynesianismo a escala mundial? Para contestar
esa pregunta veamos lo que en esencia es.
Después del fracaso del reparto del mercado mundial, a partir de
1945 la solución fue acumular a partir de la inversión productiva
en cada nación. Una especie de proceso de engorde de cada país
antes de iniciar un nuevo reparto. Sin embargo, para que la inversión
retorne al ámbito productivo se requiere un alza en la tasa de
beneficio. Esta alza se logró al acortar la vida media de los productos.
Al acortarse la vida media de la tecnología y de los bienes de
consumo duradero (con modas, falta de repuestos, etc.) aumentó
la velocidad con que se realizaban las ventas y ganancias y con ello se
aceleró la acumulación de capital. En síntesis hay
acumulación a partir de crecimiento de riqueza en dinero, porque
la vida de riqueza material se acorta. Es la economía del derroche
y de la contaminación.
La acumulación en los países periféricos se desarrolló
en bienes de consumo no duradero y materias primas. No podían competir
en los sectores más dinámicos. La vida media de productos
agrícolas no puede acortarse. Su exportación no crece con
la misma velocidad como la importación de tecnología. Al
acortarse la vida media de la tecnología se disparan las importaciones.
Las exportaciones no alcanzaban para pagar las importaciones. La deuda
externa crecía con ello. A principios de los ochenta estalló
la crisis de la deuda. Se inició el reparto del mercado latinoamericano
entre empresas transnacionales. Este proceso se conoce como neoliberalismo.
El acortar la vida media de la tecnología afectó también
a los países centrales. Mientras el costo de la reposición
tecnológica aumentaba en la posguerra a menor velocidad de lo que
bajaba el costo laboral que resulta de la innovación, subía
la tasa de beneficio. A partir de los setenta, sin embargo, el costo de
innovación tendió a superar el ahorro en el costo laboral.
La tasa de ganancia tendió a bajar. La inversión huye del
ámbito productivo. Se retornó al reparto del mercado mundial.
Eso se llamó globalización neoliberal.
El neoliberalismo no resuelve la baja de la tasa de ganancia dada a partir
del descenso de la vida media de la tecnología, sino que la rehuye.
El reparto brinda una ganancia temporal mientras se acapare pastel. Acaparado
el pastel, o se retorna al ámbito productivo o se desemboca en
una guerra global. Hoy presenciamos el segundo escenario. Mañana
se presentará la primera opción. El fracaso inevitable del
reparto del mundo a partir de la guerra global obligará a volver
a la inversión en la producción. Acortar la vida media de
la tecnología aún más todavía en ese sector
haría bajar la ganancia. Lo reveló la nueva economía
de comunicación y computación. Al haberse introducido en
los demás sectores de la economía, la vida media de la tecnología
se había acortado aún más todavía. La tasa
de beneficio se desplomó en todos los sectores. El sector tecnológico
vio caer sus ventas y ganancias como ningún otro. El desplome de
sus acciones no tiene precedente en la vida bursátil.
El retorno de la inversión al sector productivo sólo es
posible si se alarga la vida media de los productos. Al aumentar la vida
media, la tasa de ganancia en el sector baja al realizarse menos ventas.
Ante este dilema la tendencia histórica es la prolongación
regulada de la vida media de las cosas a partir de las patentes. La protección
de beneficios transnacionales mediante patentes no es salida a mediano
plazo. Hoy mercados sin patentes son absorbidos por transnacionales con
productos patentados. Los patentes fomentan la concentración de
riqueza y profundizan la recesión. La recesión exigirá
fomentar leyes antipatentes. Ante esa crisis se reivindicará el
conocimiento como patrimonio de la humanidad. Sobre tal base es posible
vincular la inversión con la producción en el mundo entero
y regular la vida media de los productos.
En el Norte una duplicación de la vida media de los productos implicaría
la reducción a la mitad del producto anual en dinero. Ello implica
una crisis de acumulación. El tiempo de trabajo necesario para
tener la misma riqueza material se reduce al prolongar la vida media de
las cosas. El bienestar genuino de la ciudadanía aumenta al duplicarse
el tiempo libre y al respetar la naturaleza. De ahí se reivindicará
la «economía de lo suficiente». Lo único que
sobra -relativamente- a partir de entonces es el dinero. La clase burguesa
se torna improductiva. La mitad del dinero ha de salir si no quiere devaluarse
a la mitad en el año siguiente. La tasa de interés tiende
a ser negativa con tal de que el dinero no pierda todo su valor adquisitivo.
Habrá desacumulación.
Sólo hay necesidad y posibilidad de invertir dinero sobrante del
Norte en forma productiva en el Sur. La solidaridad del Norte con el Sur
resulta así inevitable para el Norte a fin de evitar la desvalorización
inmediata del dinero. Con el conocimiento como bien público y un
dinero a intereses negativos puede reivindicarse y desarrollarse la «economía
de lo necesario» en el Sur. Ahí incrementará el ingreso
a velocidad en tanto que en el Norte se reducirá. La equidad está
a la vista a mediano plazo. El dinero pierde entonces toda posibilidad
de acumulación. La clase burguesa está fuera de la historia.
La economía puede orientarse a la vida misma. La democracia radical
no sólo es posible sino que se reivindica como necesidad histórica.
Hemos entrado en otra racionalidad económica. ¿Cómo
queremos llamarla? ¿Socialismo mundial? No veo otro nombre más
apropiado. Otra economía es posible.
|