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Hemos tenido victorias importantes: el Acuerdo
Multilateral sobre Inversiones (AMI) está muerto, aunque traten
de resucitarlo. El BM (Banco Mundial), el FMI (Fondo Monetario Internacional)
y la OMC (Organización Mundial del Comercio) están en crisis.
En todas partes, los consumidores se rebelan contra los organismos genéticamente
modificados. Docenas, centenares de batallas tienen lugar en el mundo.
A causa de las protestas en masa y del rechazo popular a aceptar la globalización
neoliberal, cada vez más gente reconoce que no hemos llegado al
«fin de la Historia». No son éstas victorias pequeñas,
y es necesario alegrarse por ellas. ¡Otro mundo es posible!
El camino que queda será largo y duro. Sí, el BM, el FMI
y la OMC están tocados, pero todavía están de pie
y no han renunciado a ninguno de sus poderes. La distribución de
la riqueza mundial sigue siendo radicalmente desigual. Cada día
más y más personas se sumergen en la pobreza. La deuda externa
del Sur continúa creciendo y destruyendo la existencia de innumerables
personas. El planeta y la naturaleza siguen siendo objeto de un ataque
sin tregua y quizás fatal. Peor todavía, los verdaderos
responsables de la globalización casi no han sido afectados: me
refiero a las empresas transnacionales y financieras para las que el BM,
el FMI, la OMC, la OCDE y las demás no son sino lacayos. Estas
megaempresas y los mercados financieros son la encarnación última
del capitalismo mundial y es de ellas de donde viene el verdadero peligro.
Mientras no las hayamos puesto bajo control democrático, no podremos
cantar victoria.
Me gustaría comentar los pasos que debemos
dar juntos si queremos caminar hacia nuestra meta, «una
globalización democrática, equitativa y ecológica».
Algunos pasos son mentales o ideológicos; otros se refieren a la
organización, la táctica y la estrategia.
La primero que hay que hacer es desembarazarnos
de la ideología dominante que ha convencido a tanta gente
de que no hay alternativa a la globalización neoliberal. Para esto,
empecemos por restaurar la verdad del lenguaje y la credibilidad
de la información. Guardar el vocabulario no es trabajo
solamente de los intelectuales: tenemos que servirnos de palabras que
todo el mundo entienda, y que al mismo tiempo revelen las mentiras de
nuestros adversarios, mentiras empotradas en nuestro lenguaje
de cada día. Por ejemplo:
Decimos «globalización» como si todos los pueblos avanzasen
hacia alguna Tierra Prometida, cuando sabemos muy bien que esto es un
mito. La «globalización» no es otra cosa que la asimilación
de ciertas regiones del mundo por parte de las empresas transnacionales,
industriales y financieras. Es, simplemente, el capitalismo del siglo
XXI. Se come el planeta, enriquece a los ricos, aumenta las desigualdades,
rechaza la democracia y excluye a centenares de millones de personas.
Decimos «privatización» cuando se trata de la «apropiación»
de empresas valiosas, construidas con el trabajo de miles de personas
durante años, y que, ahora, se ceden a bajo precio a las élites
del Norte y del Sur.
Hablamos de «ajuste estructural» cuando se trata de austeridad
económica insostenible, y de un ataque brutal contra los pobres.
Decimos «desregulación» aun sabiendo que cada día
se introducen nuevas reglas por parte de instituciones internacionales
opacas y antidemocráticas. De hecho, estamos sufriendo una verdadera
«re-regulación».
Encuentro también profundamente irritante y falso que la prensa
nos califique como «movimientos antiglobalización».
Digamos claramente que somos «movimientos proglobalización»,
pues estamos a favor de compartir la amistad, la cultura, la cocina, la
solidaridad, la riqueza y los recursos. Somos, antes que nada, «prodemocracia»
y «proplaneta», lo que, seguramente, no es el caso de nuestros
adversarios.
Protestar sí, pero al mismo tiempo tenemos
que proponer. Demasiadas veces se describe nuestro movimiento
ciudadano como un grupo de anarquistas que no están de acuerdo
en nada, salvo en que no quieren reglas. Conocéis la frase: «Si
no aceptáis las reglas vamos a volver a la guerra pura y simple.
La OMC existe para proteger a los débiles de los fuertes, y lo
que queréis vosotros es la ley de la jungla. El comercio es bueno
para los pobres; si estáis contra el comercio, estáis contra
los pobres».
Debemos ser muy claros: queremos reglas. Ningún
sistema, puede funcionar sin reglas, pero todo consiste en saber quién
pone las reglas y en beneficio de quién. Rechazamos justamente
las reglas de organizaciones no elegidas y opacas, ya se trate de empresas
transnacionales, de mercados financieros, o de instituciones internacionales.
Las reglas se deben fundar en el corpus de derecho internacional elaborado
en el transcurso del siglo XX: derechos humanos, acuerdos medioambientales,
convenciones básicas sobre el trabajo, etc. Esta ley debe prevalecer
siempre sobre sistemas legales más especializados, como el órgano
de resolución de diferencias de la OMC. A las empresas transnacionales
y sus directivos se les debe responsabilizar por las acciones de sus filiales
en todo el mundo. Se debe controlar a los mercados financieros por medio
de la imposición fiscal, y, cuando haga falta, por medio del control
de cambios.
Aunque todas las victorias son temporales y parciales, no hay
«pequeñas» victorias. Hemos visto en Europa
el ejemplo de ciertos diputados de izquierdas en el Parlamento Europeo
que rechazaron votar una resolución sobre la elaboración
de un estudio de viabilidad de la «Tasa Tobin» sobre las transacciones
financieras. Estos diputados aducían que un impuesto de este tipo
no sería más que un «apaño» de capitalismo,
mientras que ellos pretendían derribarlo absolutamente. Sus votos
negativos causaron la derrota de la resolución.
Me sabe muy mal admitir que no sé muy bien lo que quiere decir
«derribar el capitalismo» en este principio del siglo XXI.
Quizá asistiremos a lo que el filósofo Paul Virilio denominó
«el cataclismo global». Si llega, lo hará acompañado
de inmensos sufrimientos humanos. Si todos los mercados financieros y
todas las bolsas se desploman brutalmente al mismo tiempo, millones de
personas se encontrarán en el paro, las quiebras de los bancos
sobrepasarán en mucho la capacidad de los gobiernos de impedir
catástrofes, la inseguridad y el crimen serán la regla,
y nos sumergiremos en el infierno hobbesiano de la guerra de todos contra
todos. Llamadme «reformista» si queréis, pero un futuro
de este tipo no me parece más atractivo que el futuro neoliberal.
Si esto es correcto, pongamos un límite al programa neoliberal
de nuestros adversarios, e impongamos medidas que pudieran sustituir el
sistema actual de capitalismo salvaje por un sistema cooperativo en el
que los mercados tengan su lugar, pero no dicten su ley al conjunto de
la sociedad.
Sabemos muy bien por lo que luchamos. Las deudas
externas del Sur no son reembolsables, y de cualquier modo, ya
han sido ampliamente pagadas. Deben ser anuladas, y se debe emprender
restituciones a la expoliación del Sur. Se debe colocar a las instituciones
financieras internacionales bajo control democrático. Si se decide
que tienen todavía una función, ésta debe beneficiar
a la mayoría. Nos hace falta un régimen de comercio internacional,
pero no el de la OMC.
Deben ponerse algunos bienes completamente fuera del alcance del
comercio y de las relaciones mercantiles. La salud, la educación
y otros servicios sociales no son mercancías, sino derechos. Se
pueden facilitar generosamente servicios públicos, transportes
y viviendas sociales. Desde un punto de vista material, es absolutamente
factible establecer un umbral universal de bienestar al que todo el mundo
tiene derecho, no como caridad sino por el hecho de ser seres humanos.
Nunca ha sido el mundo tan rico, y poseemos todos los conocimientos organizacionales
y técnicos necesarios, además de la capacidad de supervisar
la distribución de bienes, de modo que se evite la corrupción
y el despilfarro. Dicho de otro modo: no hay excusa para no cambiar
el mundo.
Debemos basar nuestras luchas en coaliciones fuertes, que reúnan
a campesinos, sindicatos, ecologistas, mujeres, profesionales, trabajadores
culturales e intelectuales, parados, sin techo, inmigrantes, militantes
de derechos humanos y de otras fuerzas. Sobre estas bases nacionales fuertes
podemos después agregar nuestras luchas regional e internacionalmente.
En cualquier caso, no es necesario estar de acuerdo en todo para trabajar
conjuntamente para conseguir objetivos comunes.
Permitidme terminar diciendo que creo, profunda y honestamente, que podemos
conseguir todas estas cosas. No tenemos ninguna razón
para ser pesimistas, pues no ha habido ningún resurgir de una energía
militante como ésta desde la guerra del Vietnam. Creo que podemos
ganar. Pero a condición de acordarnos de una realidad penosa: todo,
o casi todo, tarda mucho, un tiempo terrible. El ejemplo mejor, o peor,
es la deuda externa, contra la que muchos de nosotros empezamos a luchar
hace 15 años, y cuyas consecuencias se vuelven más graves
cada año que pasa. Por lo tanto, la lección más difícil
que hay que aprender es cómo perder sin desanimarse.
No olvidemos nunca que nosotros tenemos con nosotros el número
y las ideas. Todos los logros del pasado, de los que somos beneficiarios
hoy, fueron ganados por gente que empezaron perdiendo... pero un día,
ganaron. Ser dignos de ellos nos exige la misma determinación,
la misma paciencia y la misma tenacidad.
No hay que sorprenderse de que sea duro; después de todo, ¡tratamos
de hacer algo que nadie ha hecho en toda la historia de la humanidad!
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